Buscarse una trinchera

 

Este verano, sin venir a cuento, me parece, estoy teniendo muy presente a mi abuela Eulogia. No se me ha olvidado su manera de hablar, tampoco su caminar lento, ni la retahíla de frases que repetía cada vez que veíamos una película. Iba repitiendo la mayoría de las frases que decían los actores, y detrás decía: cuche cuche… sin darse cuenta de que la única que estaba hablando era ella, y que era quien nos impedía oír bien la película.

Hace más de 30 años que mi abuela no está. Y yo parece que la tengo más presente ahora que antes. Será que esos años, que yo también cargo, me están sirviendo para ver la otra cara de la vida, que antes no veía.

Vengo haciendo un trabajo fino de limpieza y despeje, como ya vengo dejando registro en los posts de este mes, y aunque hay mucho menos bulto, y más claridad. Sigo estando en terreno pantanoso. He tenido momentos de debilidad, para qué te voy a engañar, de esos en los que te miras los pies y te dices “¿Quién me mandó a mi a meterme en esto?” Ese momento es critico, porque todo tu cuerpo va a intentar convencerte de que te pares y dejes todo como estaba. Pero en el fonde de ti sabes, que eso no es una opción.

Ya no lucho conmigo, lo que hago es ponerme a salvo. Salir a coger aire, respirar y procurarme buena compañía y café, si es posible.

Mi prima, otra de las nietas de Eulogia, es siempre una buena trinchera. Con ella estoy a salvo, y tengo asegurado el refugio y la calma. Hablamos, tejemos, cafeteamos, y nos alistamos para seguir con lo que tengamos entre manos.

Buscar una trinchera que esté a mano, y que se convierta en asilo, es lo primero que hago antes de empezar con cualquier labor de cierre. Tirarse de cabeza, si. Asegurarse de que hay agua, va primero.

Cerrar la puerta

Ya vine avisando el lunes pasado, que ando en periodo de cierre, y no es que sea yo economista y ande cerrando el trimestre y esas cosas.

Cada año, desde que tengo uso de razón, julio es el mes de decluttering. Y no lo digo en español por hacerme la guay, sino porque no encuentro una palabra que represente exactamente a lo que quiero referirme.

Cuando era más joven, y estudiante, julio era el mes en que acababa el curso escolar, y buena parte del mes me la pasaba revisando apuntes y libretas, y poniendo a punto la caja de papel para reciclar, que utilizaría el curso próximo para estudiar y hacer borrones en sucio. También revisaba el estuche, las carpetas, los ficheros. Todo pasaba una buena inspección. Dejaba el escritorio listo para acometer el curso próximo. Hacía un borrón y cuenta nueva en toda regla.

De esos años me quedó la costumbre de hacer esa especie de auditoría. Sigo haciéndolo. En mi casa, en mi mesa, en mi empresa. Ha pasado la primera mitad del año, y este balance me ayuda a ver dónde estoy y cómo voy hacia el fin de año.

Este julio, ya te dije que me estaba despidiendo. De personas, de situaciones, incluso de algunos objetivos. Cierro la puerta a algunas cosas que ya no caben. Cierro también la puerta a algunas personas con las que ya no tengo mucho o de qué hablar. Sin mal rollo, sin ira y sin enfado. Ya no somos líneas que convergemos, nos hemos convertido en paralelas que no coinciden nunca. Cierro la puerta a esas personas que me la cerraron a mi primero, y yo me quedé en el quicio de la mía, esperando a que me la volvieran a abrir.

Y aun teniéndolo claro, y con la certeza de estar haciendo lo que tengo que hacer, no te creas que me está resultando más fácil. Tengo ratos de duda y tristeza, y solo me calma el Atlántico. No sé qué haría yo si tuviera que vivir en el continente. Yo que para todo corro hacia la orilla. Porque tengo la seguridad de que la marea a mi nunca me cierra la puerta.

Decir adiós

Este mes me estoy preparando para decir adiós. Bueno, la realidad es que llevo mascándolos bastante rato. Los adioses, digo.

Está siendo un año de muchas despedidas, que no me he permitido afrontar hasta ahora. Digamos que lo he hecho a la francesa, cerrando puertas y ventanas, y no dejándome volver a ver. No me gustan las despedidas, supongo que porque la mayoría de mi infancia está llena de ellas. Cada quince días íbamos al muelle a decirle adiós AlCapitán y al Planeta Neptuno. Siempre hubo bienvenida, pero eso no lo sabíamos hasta que llegaba de vuelta. Decir adiós y tener la consciencia de que puede ser definitivo, se hizo mucho para la Violeta de aquellos años. Tanto, que a día de hoy soy incapaz de poner el punto y aparte y anunciarlo, a casi nada.

Hay adioses que es mejor no decir, sobran las palabras. Y que nadie se asombre o se asuste, aquí no se muere nadie.

Y no he dicho adiós a la cara, porque no me gustan las despedidas. Me gustan los puntos y seguidos, aunque lo que sigue no venga más. Y fíjate que me considero una mujer determinada, y llevo a fuego la canción de Oceransky de que cuando me voy, yo no vuelvo jamás. Pero lo hago así, yéndome, sin explicarme. La explicación de voz me sobra, porque yo lo entendí todo y no tengo necesidad de repetirme.

A ver, que parece que leído así, es que voy dando portazos, y nada que ver. Yo doy avisos, una, dos, y hasta tres veces. La cuarta no la esperes, la cuarta lo que verás es las huellas de mis zapatos alejándose, a lo mejor ni eso.

Y hay adioses, que como te digo vengo preparando, porque ya desde hace tiempo les vi la fecha de caducidad. Como por ejemplo, algún que otro proyecto que tengo entre manos; o también alguna que otra ocupación que hasta ahora venía desempeñando.

Y no hay drama, ya no hay. Que tuviera que lidiar con tanta despedida, no hizo que ahora me guste, pero sí que desarrollé un sistema para transitarlas de la forma más llevadera posible para mi.

Con el tiempo entendí que las cosas tal como empiezan se acaban. Como el atardecer, y que lo único que de verdad me importa, es lo que pasa en el medio.

Leer, siempre leer

Llevo metida en las letras todo el mes. Me puse unos plazos que estoy intentando cumplir. Y no voy con la lengua fuera porque realmente este trabajo que estoy haciendo lo hago porque me encanta. Qué diferente es afrontar los compromisos que has adquirido por propio gusto, que cuando el compromiso es por obligación. Ya sé que no es fácil, nunca se me ocurriría afirmar esto, pero no deberíamos enredarnos en cosas que no nos encantan. La única excepción a esto es cuando lo hacemos por el amor a otros.

Ejemplo, no me encantan las series manga, las veo porque a mi hija le encanta hacerlo conmigo. Si no me estoy contentando yo, o a alguien a quien quiero mucho, elimino esa responsabilidad de mi día a día. Así de tajante. Ya sé lo que es aguantar donde no quiero estar, y al final los platos rotos son siempre los míos. No amiga, not anymore.

Bueno, me estoy desviando, la cuestión es que estoy escribiendo un montón. Y cuando dejo de hacerlo, mi tiempo libre lo divido entre tejer y leer. Siempre leer. Es imposible escribir si no lees.

Yo no he parado de leer desde que aprendí a hacerlo. Reconozco que hay etapas más lectoras que otras, pero siempre tengo unos mínimos.

Este año llevo un buen ritmo de lectura. Tengo una lista giganorme de libros que quiero leer, y no paro de apuntar más títulos, porque otros como yo hacen lo mismo: leen y escriben, escriben y leen.

Me cuesta muchísimo entender a esa gente que dice hasta con cierto orgullo que no leen. Me llega igual que si me dijeran que no hacen la cama, o que no se cepillan los dientes después de comer. Leer es un placer, que incluso puede ser gratuito porque tenemos bibliotecas… ¿por qué renunciar a esto? En los libros he encontrado aventura, escape, amor, huida, aprendizaje. Me han servido como canal para despresurizarme, para echarme una risa o emocionarme hasta la lágrima que no cae, pero emociona. Mi casa está llena de libros, y eso que ahora lee muchísimo en digital, por aquello del espacio más que nada.

Yo no sé vivir sin escribir, y probablemente sea porque tampoco sé vivir sin leer.

Nube sobre cabeza

Si ahora mismo un pintor viniera a pintarme, lo haría como esta foto. Y el cuadro se llamaría: Nube sobre cabeza en lienzo.

Así llevo todo el mes. Con una nube sobre la cabeza. Pero fíjate bien, no es un nubarrón cargado de agua. Es una nube blanquita, ligera, juguetona.

Mi nube es mi nueva ilusión y viene cargada de palabras, que es lo que me llueve cada día, desde mi cabeza.

Estoy escribiendo por encima de mis posibilidades, y hasta cuando estoy tejiendo, que es cuando estoy en silencio y quieta, tengo palabras sobrevolándome por el pelo. Y estoy feliz, porque me he reconciliado con esta forma compulsiva en las que las palabras llegan a mi, y ya no me frustro si en ese momento no puedo darle rienda suelta al boli.

A veces guardo todas esas palabras en un audio que se queda en la biblioteca de mi teléfono. Otras, respiro y las dejo volar libres. Porque también he asumido que todo no lo puedo atesorar.

No te creas, llegar hasta aquí, ha sido un camino lleno de agobios y frustraciones. Lágrimas no, porque soy de llanto difícil.

De las palabras que han ido saliendo estos meses, he podido conectar muchas. Tantas como para un libro… El Manual de Verano está ya próximo a ese momento en el que pongo el punto final. Si te digo que no se me eriza la piel y me da un saltito la barriga cada vez que lo pienso, te estoy mintiendo como una bellaca.

Falta muy poco, pero aún no es el momento de que esta nube llena de letras me abandone, mientras, soy como una gavia majorera, bebiendo palabras mientras haya chubascos.

La pajarita se echa a volar

Hace doce años, por estas fechas, tenía una barriga considerable que me imposibilitaba la libertad de movimiento. Me hacía tremenda ilusión aquella barriga, tanta que por momentos pensé que la química de mi cerebro se había alterado y yo estaba bajo los efectos de alguna sustancia. Ciertamente lo estaba. La sustancia era la cantidad hormonal propia de un embarazo de 30 semanas.

Han pasado doce años. Todavía no tengo claro cómo lo he hecho realmente, pero aquí estamos. Sanas y cuerdas las dos.

Yo ya soy una señora de las cuatro décadas, como canta Ricardo Arjona. Bueno, casi cinco, no pretendo ni siquiera ocultarlo. Y ella… ella ya no es una niñita, anymore. Tampoco es una chica. Es esa cosa intermedia, niña-chica-adolescente, que parece estar en una montaña rusa la mayor parte del tiempo. Hay días que son de subida, y todos son risas y fiestas. Otros son de bajada, y hay un pero para todo.

Pero como escribo, aquí estamos las dos. Y estamos bien. Durante todos estos años, aunque no hemos estado pegadas como dos siamesas, si que he tenido pleno control de cómo y dónde estaba. En muchos círculos me han tachado de madre superprotectora, de criar con dependencia, de no asumir que tenía la edad que tiene. Sinceramente, y como diría Diego Dreyfuss, me vale madres… Por si no estás familiarizada con la jerga mexicana, te traduzco. “Me importa un pimiento”. Nunca me ha afectado lo más mínimo lo que otros/otras han pensado u opinado de mi crianza. Ni siquiera he dado una explicación de las normas o acuerdos se implantan en casa. Antes de tomar cualquier decisión que le afecte, ahora o dentro de diez años, he meditado concienzudamente qué camino tomar. Después de valorar todos los factores, he decidido, y punto.

Y yo estoy supervisando una maleta porque es la primera vez que la pajarita abandona el nido. Ella está nerviosa e ilusionada. Se va de vieje de fin de curso, con los compañeros con los que lleva desde los tres años. Aunque está acostumbrada a viajar, visitará un sitio que no conoce y lo hará de otra mano que no es la mia. Yo estoy también nerviosa e ilusionada.

Para ella es la primera vez de sentirse “mayor” y hacer cosas de persona con cierta independencia. Para mi es el test de todos estos años. Y no me refiero al test de saber si ella lo pasará bien, y no se meterá en líos, y no dará problemas. No, el test es otro. El test es para mi, para saber si realmente yo he construido una relación con apego seguro. Hemos hecho varios simulacros y los hemos superado satisfactoriamente, espero que apruebe este test también. Confío en mis recursos y en ella, y en todo el fokin trabajo que hemos hecho estos doce años.

WWKINPD – Día internacional de tejer en público

Empecé a tejer cuando tuve al alcance unas agujas rectas. Lo primero que me tejí fue un top sin mangas de color azul celeste con tres rayas blancas.

Fue un aprendizaje curioso porque no me enseñó mi madre. Mi madre a tope con la costura, el calado y el ganchillo… las agujas rectas nunca le hicieron demasiada ilusión. Todo al revés que a mi.

Quise aprender porque mis vecinas, que por aquel entonces tendrían entre 17-19 años, tejían sus propios jerseys, y yo quería imitarlas completamente.

Tejí con agujas rectas hasta casi los 15 años. Con acrílico de colores imposibles, y casi de incógnito. Por aquellos años, entre el 85-90, tejer era cosa de abuelas. Era mi hobby oculto, que solo aireaba en casa de mis abuelas, precisamente.

Más tarde, el punto tuvo un amago de hacerse muy popular, y algunas revistas se modernizaron y en los escaparates empezaron a verse muchas prendas tejidas. En ese momento, aproveché para volver a sacar al aire mis agujas. Coincidió ese momento con que heredé un buen conjunto de agujas, todas rectas por cierto, y que se me puso muy a la mano una profe que me enseñó mucho.

El tema de la materia prima seguía siendo una limitación, pero ahí me puse, a tejer todo lo que pude.

En el año 2000 las americanas decidieron salir a la calle con las agujas, y darle al punto el espacio y la importancia que tenía. En ese momento, me liberé, y ya paseaba mis agujas por cualquier sitio. Siempre recibía alguna mirada curiosa o arrogante. No le eché cuentas en absoluto, porque lo que mis agujas me daban, estaba muy por encima de complejos y de la necesidad de dar explicaciones.

Fue en el año 2004 fue cuando encontré una tribu. Un grupo tejedoras liberadas como yo. Ahí si que aprendí, y me divertí, y me uní a un montón de mujeres que tenían la misma pasión por la lana que yo.  De allí saqué una esposa, y un puñado de amigas que me vitaminan los días.

De todo lo que aprendí, saqué material para enseñar yo. Para hacer otra tribu con la que comparto desde el ADN hasta el día a día, las risas y las preocupaciones. Al final las agujas, me han dado una red en la que sustentarme.

Este mes se celebra el día internacional de tejer en público. Hace demasiado tiempo que no salgo a gozarme este día, y ya sabes, si me has leído este año, que mi propósito es celebrarlo todo. Así que el sábado día 10 voy a coger mis agujas y me voy a poner a tejer en el 36 de Las Salinas. Allí tienen un riquísimo café, además de otras cosas deliciosas. Pero lo que más me gusta de allí, es que es un sitio perfecto para tejer y compartir. Coge tus agujas y vente. Te esperamos.

 

 

Vivo donde el viento da la vuelta

Mañana, los canarios celebraremos el Día de Canarias. Celebramos el aniversario de la primera sesión del Parlamento de Canarias. Y no deja de resultarme curioso.

Estamos de resaca electoral.

Espérate, que voy a intentar no meterme en un jardín, pero si me callo, me salen subtítulos, como dice el meme.

Esta tierra, no es una tierra cualquiera. Es la mía. Me acoge, me reconoce, me sustenta y me duele.

Y lo que ha pasado estos últimos cuatro años, entre pandemia, volcán, y todo lo demás, han hecho que sintamos que vivimos en un auténtico esperpento. Cosa que no es nada extraño cuando los señores y señoras que se sientan en el Parlamento se empeñan, principalmente, en seguir ordeñando una cabra que por edad y rendimiento, ha de retirarse.

Venimos diciéndolo hace rato, pero claro, nosotros no nos sentamos en el Parlamento, aunque se supone que somos nosotros los que hemos decidido (ay que chiste) quiénes sí han de hacerlo.

Una vez cogen el acta, y algunos la medalla, se olvidan de quién los puso ahí y a condición de qué. Y vuelta a lo mismo: seguir ordeñando a la pobre cabra que ya no quiere dar más leche.

Seguiré diciendo No a la saturación, a la masificación, al ruido, a la improvisación de proyectos, al despilfarro de recursos. Ya no somos cuatro gatos los que lo decimos así, abiertamente. Quiero vivir aquí, en mi casa, en esta tierra, que me reconoce cuando la miro.

Voy a seguir diciendo ustedes, guagua, balde, gaveta, sapato y grasias. Y voy a seguir saliendo de casa a saludar al vecino, que conozco hace 30 años.

Ojalá la resaca pase y me devuelva la alegría e ilusión con la que ayer dejé mi papeleta en la urna.

Las chispas y el fuego

El mes pasado impartí mi primer taller de Escritura. Se llamó Escribir para vivir dos veces. Estaba orientado a motivar a aquellos que quieren empezar a escribir. Sin expectativas ni pretensiones. Solo escribir para desahogarse, conocerse un poco más, para dejar testimonio de sentimientos o recuerdos.

De aquel taller me vine pensando en cuando la necesidad por escribir sí que tiene expectativas. Cuando escribes para contar una historia que quieres que los demás lean, que no sea solo para ti.

Cuando te planteas escribir empiezas a buscar inspiración, recursos… todo eso que está muy unido a la creatividad.

En mi caso, siento la inspiración como unas chispas. Como cuando acercas un mechero o fósforo a una vela, y de pronto saltan unas pequeñas chispitas que uniéndose hacen una llama. Si hay buena materia para quemar, la combustión se alarga en el tiempo y ese fuego se mantiene vivo.

Me gusta el fuego, y sé que, para mantenerlo vivo, necesito crear el ambiente propicio, sentarme a observarlo, ir echándole madera, soplarlo de vez en cuando, remover las cenizas para reavivarlo. Hay fuegos que hay que apagar, y se asume y se hace. Luego salir a detectar nueva materia de quemar y encontrar nuevas chispas.

Me paso los días buscando chispas. En cualquier lado pueden aparecer, así que trato de mantenerme siempre despierta, por si las distingo. Puede ser paseando, en la ducha, viendo una imagen o escuchando una canción… de pronto, sientes una idea en tu cabeza, que es como una chispa. Sabes que si soplas, esa chispa, se va a convertir en un fuego de mil y tantas palabras que serán justo, en conjunto, lo que quieres contar en ese momento.

Así sentí que nació toda la historia que escribí en el Manual de Primavera, y así estoy escribiendo el Manual de Verano. Cada tanto se apaga un fuego, y yo me tiro a la calle donde sé que encuentro chispas nuevas.

El peto ahumado de La Puipana

Vengo de una casa de una familia de pescadores. En casa siempre ha habido pescados, variados y diferentes. Yo creo que he podido comer cualquier tipo de guiso con pescado.

Mi padre fue pescador. Y digo fue, porque está jubilado, y siempre concibió esta actividad como su trabajo. Una vez que dejó la mar, no ha salido a pescar más. No era su hobby que luego convirtió en empresa. No, era su actividad empresarial. Primero con un barco de 22 metros de eslora, y luego con otro de 12. Tenía un montón de gente a su cargo que capitaneaba como lo hacía con el barco: con firmeza, y mucha mano izquierda.

Mi padre se dedicaba a pescar atunes. Que dices atún y te crees que solo hay un tipo. A casa traía bonito, atún listado, medregal, patudo, melva, peto… Y de todos nos alimentábamos.

El peto era uno que venía poco a casa. Supongo que era porque es un pescado que se pesca distinto a los otros.

Dice la academia de la lengua canaria que el peto es un pez de la familia de los atunes, de cuerpo alargado y fusiforme, de color azul por el lomo y más pálido por el vientre, y que alcanza hasta los dos metros de longitud.

Como te digo, en casa se preparaba de cualquier forma, pero la más habitual era en filetes para luego pasarlo por la plancha. No necesita más, para que disfrutes de todo su sabor.

Ahora he descubierto otra forma de degustarlo que me tiene enganchada. Lo mejor es que lo tengo muy cerca y a la mano. Cuando tengo necesidad de un mimo de nutrición, de esos de alimentarme por dentro y cuidarme, siempre voy a la Puipana a comerme un plato de peto ahumado. Porque hay días que mereces mimarte por dentro, despertando tus sentidos. Nutrirte con bocados que te exploten en el paladar y que te pongan contenta desde el principio. Que no tengas que medir la cantidad, porque el plato está servido en la medida justa de placer y saciedad. Se sirve como si fuera un carpaccio, y se acompaña de una ensalada de mango y aguacate, aliñada con lima y AOVE, que consigue el equilibro perfecto de sabores.