La dosis justa de cafeína

Ayer tenía que haber venido aquí a contar unas pocas cosas, pero resultó que estaba bajo la sombrilla, tumbada a la bartola en la arena de esta tierra, que te borra según pasas por ella. Porque la arena de aquí es así. Tu estás aquí y te sientes la mar de importante, y te paseas por este paraíso, y te sacas unas fotos, mirando el horizonte, que subes a Instagram con un montón de hashtags como #latitudevida #paradise #estoesvida… que a mi me dan una náusea que no puedo controlar. Y según das dos pasos en esta arena maravillosa, el alisio viene y borra tu huella, porque esta isla y su arena es así. Te borra en cuanto quiere. Pero como eres un soberbio, tu vas y dejas tu colilla, porque tu no quieres que la arena te borre, tu quieres dejar tu huella, m*ld*t* cochino. Sigo con mi cruzada de: llévate tu mierda de mi naturaleza.

Pues eso, tenía que haber estado tumbada a la bartola en cualquier rincón con cielo y arena, pero no, mentira, ojalá.

Vamos al principio.

Resultó que el martes, as usual, me desperté, hice mi Miracle Morning de rigor, y luego me tomé mi gran café con leche y acompañante (que no me acuerdo qué fue). Y ahí que me fui a hacer mis cosas.

A media mañana, me apeteció otro café con leche, y como me quedaba un restillo del que había hecho horas antes, calenté la leche y ahí que me tomé otro cafecito. A los diez minutos empecé a sentir que me aceleraba. Taquicardia. Angustia. Golpes en el pecho. Imposibilidad de concentrarme en nada… Sí amigos, esto es lo que produce en mi el exceso de cafeína. Me fui a la calle, a caminarme el pueblo entero a ver si con el Alisio se me pasaba. Me costó un rato, hasta que todo mi organismo fue volviendo a su ser.

El miércoles, se dio igual que el martes, pero teniendo muy claro el efecto de la cafeína en mi persona, pues el primer café de la mañana lo hice descafeinado. Y el de media mañana también. A las cuatro-cinco de la tarde tenía un ligero dolor de cabeza, como una pesadez.

Por la noche la pesadez, era un poco de migraña. No caía en la cuenta de lo que podía ser, así que busqué causantes: las hormonas, la falta de azúcar, el inminente cumpleaños de la Mariposita, yoquesé…

El jueves me desperté con el mismo dolor de cabeza con el que me acosté. Volví a tomarme mi café, – descafeinado –  y seguí intentando hacer lo que tenía que hacer. A medio día no podía ni con mi cuerpo, ni con la cabeza, ni con la madre que parió a Panete. Me tomé un espidifén, que para mí es un invento mágico porque a la media hora de tomármelo normalmente me hace la magia y a mi no me duele nada. Pues nada, que a las ocho de la noche seguía yo con mi maldita migraña. Y entonces, en algún lugar de mi disco duro mental, recordé cuándo había sido la última vez que había tenido un dolor de cabeza así, y cómo me lo habían quitado. Pues resultó que me acordé. Y fue hace casi ocho años.

Cuando Emma nació, lo hizo en una cesárea de superurgencia. A los tres días, a mi me llegó una migraña igual que esta. El anestesista que me había asistido en la cesárea me dijo que estaba perdiendo líquido cefalorraquídeo. Lo solucionaron poniéndome un montón de líquido en vena, y con una pastillita de cafeína. Y ahí pensé: ¡tate!, esto va a ser una migraña por falta de cafeína.

Y llegamos al viernes, y me levanto con un ligerísimo resto de migraña y me preparo una cafetera de café normal, y me tomo mi desayuno, con un café café. Y a hacer todas las cosas que no hice ni el miércoles ni el jueves. A media mañana ya casi no sentía molestia en la cabeza y me apeteció otro café. Ahí saqué mi otra cafetera y me hice un café descafeinado. El viernes por la tarde estaba perfecta, sin molestias de ninguna clase y con la sensación de haber vuelto al mundo. Es la sensación de la persona que ha dado con la dosis justa de cafeína que necesita en el día. Era una mujer feliz.

Quizá por eso, me hice la cena y percibí como un mensaje claro lo que me venían a decir los trozos de surimi que llevaba la ensalada que cené.

Cuando una tiene el cuerpo ajustado y bien, ve corazones por todos lados, porque como la Abascal, quiero a todo el mundo.

Calderón Hondo

Quien lleve por aquí algún tiempo, sabe de mi conexión con el Noroeste de la isla, lo que yo llamo MiNorte. Un pueblo pequeño, ya no tanto, costero y pesquero, donde voy desde antes de que me salieran los dientes. Mis raíces están ahí.

Cerca de ese pueblo, hay otro pueblo: Lajares. Al que también estoy unida de alguna manera.

Allí trabajé durante cuatro años, en un trabajo en el que aprendí muchísimo en la gestión de equipos y también en la de recursos. Pero llegó un día en que mis ideas morales empezaron a chocar con las del proyecto en el que trabajaba. Ahí fue el momento en que cogí mis cosas y me fui a otro lugar. No quiero culpabilizarme, ni tampoco torturarme por lo que pasó durante esos cuatro años, a ver que tampoco se mató a nadie, solo que llegado un momento en el que maduré, le dí importancia más a unas cosas que a otras,  y hubo que reinventarse.

Sigo estando unida a Lajares, porque siempre me impactó su belleza. Una belleza que no todo el mundo entiende, pero que a mi me hace fijarme al suelo, a mis raíces, a mis ideas, y a mis principios.

Lajares es volcán puro. De picón rojo. De líquenes, y de malpaís.

En Lajares está Calderón Hondo, que tiene una ruta circular, bastante sencilla, y en la que puedes asomarte al cráter del volcán.

Merece la pena ir y pensar. Respirar. Dar gracias.

Meditar un poquito en la insignificancia de nuestra existencia, en lo generosa que es la isla que nos deja vivir en ella y disfrutarla, sentirla, y respirarla. Y en lo poco que reparamos en su poder, o más bien en el poder de la naturaleza. Bastaría que erupcionara cualquiera de los volcanes… o que crecieran las olas, en cualquier parte de la costa… un tornado, también sería eficaz.

Merecemos que se enfade, que invoque sus volcanes, y que nos haga a todos papilla. Me da pena infinita ver que en cualquier sitio hay mierda. Sí, mierda, en su más puro estado: papeles, plásticos, deshechos.

Ya tengo costumbre de llevar varias bolsas en mi bolso o mochila, una para la posible compra, y otra para recoger toda la basura que me voy encontrando. Es lamentable.

Vas a la playa y ahí hay basura.

Vas al parque y ahí hay basura.

Vas por una montaña, y ahí hay basura.

Y no es que hayan servicios municipales, que son mejorable, es cierto. Los hay, y hacen su trabajo, pero es que los incívicos son muy eficientes en su labor.

No me identifico en absoluto con ese ser que es capaz de botar un papel al suelo sin ningún tipo de remordimiento. Y me molesta, porque estoy convencida de que somos más los que limpiamos y no ensuciamos, es decir, los que estamos educados y concienciados, que los que no. Pero los guarros ensucian a un ritmo frenético, y aunque nosotros somos muchos, no damos abasto.

Tengo que reconocer, que este comportamiento del ser humano, saca lo peor de mí.

¿En qué estamos fallando como sociedad?

¿En la educación, en la concienciación?

Brindo por nosotras

Hace unos días hablaba, más bien escuchaba, las preocupaciones de una amiga. Estaba viendo (viviendo) de forma tangencial, una situación personal de una tercera, y estaba viendo de forma nítida y clara como ésta entraba en barrena, sin saber bien cuándo se iba a llevar el golpe. Porque lo que sí estaba claro es que la cosa iba a terminar en ostión.

Yo escuchaba y asentía, porque podía ser un back-in-time de mi vida. Como si le hubieran dado al botón de review y me devolviera a aquella época que en mi cabeza está en nebulosa, y que me cuesta tanto recordar. En este punto no sé si me cuesta porque definitivamente mi cerebro lo borró,  si es porque el daño fue tan bestial que es irreparable y nada se puede recuperar de ahí, o porque finalmente está tan superado que no queda nada ahí.

Pero al escuchar la historia, se me vienen a la mente situaciones como fogonazos. Las mentiras, la manipulación, la necesidad del machirulo por controlarte, por anularte, por terminar de infundirte la estúpida creencia de que no vales nada.

Y lo que queda después de ponerte a salvo: la culpa. La culpa de haberle dejado llegar tan lejos. De haberle dado la posibilidad de hacer de ti alguien en quien no te reconoces. Y pasas de víctima a culpable. Merecedora de todo lo que te ha pasado, por no haber cuidado bien de tus bases. Y entonces te das cuenta, mucho más tarde, de hasta donde ha llegado el daño.

Pero un día, de pronto, cuando por fin estés a salvo, puede que leyendo un artículo de Barbijaputa, o escuchando su podcast, o puede que el clic suceda al ver a alguien con esa mirada opaca que reconoces, con la risa congelada por el miedo, o con lo movimientos medidos, como pidiendo permiso. Entonces te das cuenta de que tu no eres la culpable de nada, que eres víctima, con mayúsculas y en neón.

Pero para eso pueden pasar muchos días, y ahora, lo que puedo ver es lo mal que lo pasan las personas alrededor de ti, que te quieren y que ven como te vas disolviendo poco a poco, por la acción de un machirulo que actúa en ti como un ácido corrosivo. La impotencia, la incapacidad, la frustración… de nada de eso se habla. Porque claro, los de fuera ven con total claridad donde estás, pero no hay daños tangibles que justifiquen que te cojan en volandas y te saquen de ese pozo de oscuridad. No pueden hacerlo, tu eres adulta (y en teoría, capaz), para decidir. Y esa es la cuestión, no lo eres. Estás incapacitada para tomar decisiones que salvaguarden tu seguridad. Si hay daños físicos, es fácil, doloroso pero fácil. ¿Pero qué hacemos con los otros daños, con el otro maltrato?.

En mis momentos más oscuros, llegué a pensar que incluso era merecedora de todo ese sufrimiento. Hoy, no puedo recordarlo de forma automática, tengo que ir a las múltiples libretas, al blog, a esos fogonazos que me vienen traídos por vivencias de otros, para poder rememorar esa época. Y me asombro, y me asusto. Y siento total compasión por cualquiera que esté viviendo algo así. Y me planteo qué puedo hacer para ayudar. Y no doy con ninguna solución viable. Y eso, me entristece y me frustra mucho más.

De momento me quedo afónica señalando cada pequeña situación que no es normal. Me esfuerzo en quitarle la normalidad a cosas que no lo son. Porque siempre voy a preferir que me llamen feminazi, feminista y fea, histérica, que pensar que hay alguna chica por ahí pensando que merece que la traten como me trataron a mí.

Ha pasado mucho tiempo, y hoy soy capaz de brindar por el momento en que me puse las gafas violetas, y que me capacitó con un sensor especial para reconocer el abuso, el control y la manipulación. Brindo por las que lo pasaron conmigo, por las que van a apoyarse en nosotras para salir, y brindo porque con un poco que haga cada uno, los machirulos queden relegados a la extinción.

Entre todas, podemos