Comer platos de colores

Hoy escribo desde el pasado. Me voy a escribir esto, a modo de recordatorio y de mensaje de tranquilidad.

Si todo va bien, yo estaré a bordo de un gran barco, que me irá llevando por los Emiratos Árabes Unidos. Espero estar bien, disfrutando muchísimo del viaje, la compañía y todo lo nuevo que estaré viendo.

Pero… siempre hay un pero.

Con el bagaje que traigo de la comida, es harto probable que esté incómoda, un poco contrariada y a ratos molesta. Ya sé lo que es y por qué. Ya no me mortifico. Sé que es algo que aparece, que me dura un ratito y que luego se pasa.

Y lo que me va a aliviar en medio de todo ese trance, es pensar en mis platos de colores. De cosas con cosas, como dice Diana. Y que lo bueno de llegar de vuelta a casa, entre otras cosas, va a ser mi comida.

De un tiempo a esta parte, mi estómago cada vez es más sibarita o más delicado, no sé bien. La cuestión es que hay muchas cosas que ya ni siquiera me apetece comer. Y que durante un tiempo fueron algo fijo en mi mesa. La cocacola por ejemplo, que aunque no fui muy adicta a esta bebida, si es cierto que un par de latas a la semana me bebía. Lo mismo que la pasta con salsas y natas, o los revueltos con bien de ajo.

El ajo en mi casa es que ya ni entra. La cocacola hace que no la pruebo más de diez años, y las natas para las salsas van bastante comedidas.

Ahora, que empieza a hacer más calorcito, y voy dejando la cuchara de lado,  mis comidas son platos combinados de un montón de cosas variadas. Plato en cantidad moderada pero con mucha pimienta y bien de color. Legumbre, cereal, verdura y algo de atún, carne, marisco.

Seguro que me lo estaré pasando bien, pero que alivio me hace pensar que dejé un montón de legumbre guisada congelada, que la despensa está bien llena de latas, y que la vecina seguro que me comprará el sábado en el mercado, tomates y hojas verdes.

Brindo por mí

El trece de marzo tiene un hueco importante en mi historia.

El trece de marzo de 2011, con 41 bultos, dos orquídeas, un bocadillo de salami, y una barriguita de 13 semanas, pusimos rumbo a casa. Después de casi dos años de montaña rusa, de cosas de las que afortunadamente ya no me acuerdo, y de otras de las que aún no he logrado olvidarme.

El trece de marzo puse fin a una vida y empecé otra. Llevo tiempo celebrándolo, unas veces en silencio, otras alzando la copa. Pero siempre celebro, ya lo sabes.

Hoy le quiero dar las gracias a aquella Violeta decidida, que cargó sola el coche. Con libros, lanas, ropa y plantas. A la misma que después de llenar el coche se hizo un bocadillo de salami, por si el viaje se le hacía pesado y le daba hambre, y a la misma que se hizo los 100km de coche hasta llegar a casa. Luego deshizo bolsos, y bajó cajas. Y se empleó en el piso en que hacía dos años que no vivía. Hizo un MariKondo antes de que llegara la furia del método de esta japonesa que hoy ha bajado los brazos.

Hoy le doy las gracias por haberse puesto al mando, por haber dejado de lado la incertidumbre, la inseguridad, y la necesidad. Pensó en sobrevivir, se volvió en la adulta funcional y responsable que nos ha proporcionado nido, refugio, alimento y seguridad.

Hoy brindo por ella, que me trajo hasta aquí. Hoy brindo por mi.

Las galletas de corazón y las tortitas de Carnaval

Tu sabes que tengo una especie de TOC con lo de crear recuerdos y tradiciones. Cada mes en mi calendario doméstico tiene una comida o celebración típica.  Porque según yo, la manera más firme de crear una tradición, es con la comida.

He hablado un montón sobre la definición de anclaje de la PNL, y doy fe de que son algo que se queda en la cabeza. Dime si a ti no se te vienen recuerdos o vivencias, al saborear un plato, o cuando te llega el olor del mismo.

Yo no recuerdo ninguna comida hecha por mi abuela Eulogia, sin embargo, las Torrijas, y las tortitas, que es como le decía ella a las tortillas de Carnaval, me la traen a la mente en un segundo.

Yo he ido reuniendo un recetario en función de las tradiciones y celebraciones. Muchas de estas recetas son de mi madre, o de mis abuelas. Y otras muchas han sido gracias a la red, y son sabores y platos que yo he decidido hacer tradición.

En Febrero, la receta fija son las galletas de corazones, y si los Carnavales caen en este mes, pues también tocan las tortillas de Carnaval.

Creo que llevo haciendo las galletas de corazones, desde que Ainara las publicó en su blog. Son la galleta perfecta. Las hago básicamente para poder metérselas a Emma en el tuper del cole. Aprovecho también y le pongo una notita de lo mucho que la quiero, que antes le encantaba y que ahora la avergüenza. ¿En qué momento llegamos a esto? Quiero una hoja de reclamaciones al señor que guarda el reloj del tiempo.

Las tortillas de Carnaval, o tortitas como le decía mi abuela, las hago con una receta de esas de: lo que vaya pidiendo. Menos mal que he ido aprendiendo a manejar cantidades, porque antes me dejaba llevar por lo que pedía, y la cosa se desmadraba infinito… y terminaba aburrida de freir tortillas. En la red hay un montón de recetas, como esta, pero la mía va más o menos así: un huevo, un vaso de leche, un chupito de anís, ralladura de limón y naranja, un poquito de levadura en polvo y  harina mientras vas removiendo. Hasta que se hace una masa que tiene cierta consistencia. Se fríen en aceite caliente y luego se espolvorean con azúcar y canela en polvo. Con un chocolate, no te voy a decir como entran.

Carnaval y sus fases

Me ha costado aceptar un poco, que esto de vivir va de cambiar. Ser constante en el cambio, como le decía su abuela a Ana Albiol.

Yo antes entraba en cortocircuito cuando pensaba esto. ¿Cambio? ¿Qué cambio? ¿Por qué cambiar? Una control freak como yo necesita de pilares firmes, que estén siempre ahí para que me den sensación de tranquilidad y control.

Te hago un recuento. De pequeña en el cole, me disfracé alguna vez. Con la carroza que armaban en el cole y tal. En el instituto, también, recuerdo pasarlo siempre mejor armando el disfraz que luciéndolo, pero aún así, también tengo en la memoria, noches bien divertidas. Luego llegué a la carrera y ahí me apagué. La sensación de ridículo, de incomodidad y todo lo que había que estudiar, hicieron trinchera en mi. Y me negué a vivir el Carnaval y todo su pifostio. Me limitaba a disfrutar de la gala Drag con devoción, y listo.

Luego llegó la Mariposita, y entonces, tuve excusa para ir despojándome de las armaduras que me había puesto en todos los años anteriores, y volver a coser disfraces. ¡Cómo he disfrutado estos últimos años de los disfraces! Uno solo, para la cabalgata, con otras madres y niñas, con las que haces tribu, porque todas pasamos por lo mismo, y el grupo es siempre una mejor idea.

El año pasado, un resfriado nos dejó en casa, después de haber preparado todo el atuendo. Y llegó el momento de la transformación y de cambiar de fase. Ya es mayor para andar disfrazándose con la mamá. Y aunque el corazón se te encoja un poco, afrontas la nueva etapa con estoicismo, porque la vida es así.

Volveré a disfrutar de la Gala Drag, y a ver la cabalgata desde la trinchera.

Seguimos transformándonos, y sigo aceptando que a mi mariposita le han salido alas, que las está empezando a desplegar, y quiere ir explorando. A mi me toca ser siempreviva, para darle la seguridad de que aquí siempre tiene flor a la que volver.

Tanto que lo busqué

Durante un montón de tiempo estuve buscando el amor.

Así en negrita. El amor de los libros, de las películas, y hasta el de algunas telenovelas. Entendía el amor como momentos de romanticismo máximo, con pupilas en forma de corazón y música de violines, envuelto en un montón de drama y canciones cortavenas.

Y claro, con esa idea en la cabeza, buscaba el amor. Y eso era lo que encontraba.

Luego me lamentaba de lo mal que me iba, pero de lo que años después me di cuenta, es que soy realmente experta no solo en orden, también en manifestar. El amor tal y como yo lo concebía, con esa definición del principio, me llegaba. Manifestaba exactamente eso: un momento bonito, entre montón de momentos de angustia, ansiedad, y tristeza. No me daba cuenta de que la idea de base era la errónea. Y no fui consciente hasta que vino otro acontecimiento a mi vida que, me hizo cuestionarme lo anterior, a base de vivir el amor, en neón y mayúsculas, de forma muy diferente.

El 14 de febrero de 2011, fui a la primera ecografía. Los momentos previos a entrar a la consulta, estuvieron bien aderezados de esos momentos ansiosos, angustiosos, llenos de narcisismo perverso y tóxico.

Pero entré a la consulta, y me tumbé en aquella camilla donde te quedas a merced de la doctora y su enfermera, con bastante poquita dignidad y muchísima vergüenza. Después de una entrevista y recopilación de datos, lo escuché. Un corazón latiendo muy rápido, que me dejó como en trance. En aquel instante todo se fundió a la pantalla del ecógrafo donde era capaz de distinguir una cabeza muy grande, y un cuerpo de renacuajo. Ya no era solo un positivo en un papel. Aquello era real.

Salí de la consulta, deshaciéndome de todos los pensamientos tóxicos que me infundaron al entrar. Recuerdo ir caminando por toda Triana, rememorando el latido de aquel corazón. Llegué a casa. Cogí el coche y me fui al trabajo. Recogí mis cosas. Y firmé mi finiquito.

Durante los meses siguientes, me di cuenta de que todo lo que había vivido con anterioridad creyendo que era amor, era otra cosa, aún no sé qué fue realmente, lo que tengo claro, es que, al amor, con todas sus letras, lo conocí aquel 14 de febrero. Y esto me sirvió para definir de verdad qué era el amor para mí. Me atrevo a decir que, desde ese momento, quiero mejor a mi familia y a mis amigas, y a otras personas que van apareciendo y que me apetece que se queden, porque me siguen enseñando a querer bien.

Desde entonces lo vivo. Con todo lo que tiene, que a ver, hay momentos de violines, pero también muchos momentos de límites, de conversaciones incómodas, de bajada de muros, y de construcción de confianza. Hasta que no fui consciente de qué amor quería vivir, no pude realmente sentirlo. Y gracias a ello, hoy vivo con amor. Con muchos tipos de amor. Más del que nunca pensé.

Organización nivel experta

Hace tiempo que vengo pensando en la cantidad de cosas que damos por supuesto, según los acontecimientos que nos pasen. Por ejemplo, damos por supuesto que tener un hijo, te aboga inequívocamente a andar desquiciada; o que si decides opositar, has de poner tu vida en pausa mientras te dedicas de lleno al proceso. Y en ambos casos, siento a mis pobres neuronas intentar una apoptosis.

Me viene a la mente aquello de andar en misa y repicando, y caigo en la cuenta de que es cierto. En muchas cosas, todo no se puede… o espera un segundo… todo no se puede a la vez. Esto es.

Todo no se puede a la vez.

Por partes, igual sí.

Creo que cuando me di cuenta de esto, y empecé a aplicarlo, vi luz.

Cuando empezaron a pasar aquellas primeras semanas, después de reproducirme, y me di cuenta de que muchas veces me despertaba a media noche y no sabía si era lunes o sábado, o si me tocaba cenar o desayunar, me di cuenta de que algo no estaba bien. Estaba yendo por la vida como bombero apagando fuegos. Y se me estaba escapando todo lo demás, sin mencionar los niveles de cortisol que manejaba.

Recuerdo el día en que me dije: enough (suelo hablarme en inglés, la mayoría de las veces… mira no sé, una tara más).

Tengo una maestría en organizar. Me viene de serie. Cuando estaba en el instituto y en la carrera, me profesionalicé en hacer planes de estudio, para no dejar un cabo suelto y garantizarte no solo el aprobado sino también los honores.

Con ese método, hice auditoría de mi casa, y de mi vida. Y lo que salió de aquel momento no fue un plan de estudio, fue una rutina que se convirtió en un plan de vida, y que a día de hoy tengo profesionalizada.

Cada día, tenemos que tomar demasiadas decisiones, y muchas de ellas me quitan tiempo. Un tiempo que puedo recuperar con solo haberme anticipado un poco.

Ejemplo: es lunes, he pasado toda la mañana trabajando, son las doce y media del medio día; la niña sale en apenas una hora y:

  • ¿qué comemos?: lentejas, en el congelador hay lentejas
  • Toca ballet ¿y la ropa?: en el cajón, se lava los viernes, se plancha los domingos.

Y esto es solo un mini ejemplo. Todo eso que hacía que fuera como pollo sin cabeza ha desaparecido, y con ello, la sensación de estar siempre ahogada por las tareas que hay que resolver diariamente.

Las rutinas básicas de funcionamiento de esta casa están tan establecidas, que casi van solas. Es una máquina bien engrasada que, al día, me da un montón de minutos para estar tranquila y tener el cortisol a raya, y poder pasear descubriendo rosales, por ejemplo.

A esta casa, solo le falta que se autolimpie, que se convierta en pirolítica… Eso ya sería la caña.

El chal del 2022

Durante el mes de diciembre y casi derrapando terminé lo último que me quedaba en las agujas. Y digo derrapando porque fue un patrón que empecé en enero de ese año, o sea 2022. Y lo tejí a buen ritmo, hasta que llegué a la última sección.

Y ahí me paré.

Empecé la última parte, me equivoqué, tiré de la hebra.

Y así hasta por lo menos tres veces. Me harté, y lo dejé durmiendo el sueño de los justos.

Otro claro ejemplo de lo que es la comodidad y la incomodidad.

Con el punto jersey, con los calados, con el brioche básico, ahí me muevo cómoda. Luego llega un brioche con calado y no quepo. Me sumo en la más profunda incomodidad. Pero una de las cosas buenas que tiene cumplir años, es darte cuenta de cuándo es una incomodidad tóxica, de cuándo es solo incomodidad temporal.

Cuando me pasa esto con un patrón, sé que lo que tengo que hacer es distanciarme. La verdad es que muchas cosas las arreglo poniendo distancia, no sé si esto es muy maduro, pero para mi es una solución. Cierro la puerta y ya veré, out of sight, out of mind.

Durante todo el año no me acordé más de este patrón, hasta que llegó diciembre y me puse a hacer balance, ahí me lo encontré.

Tragué saliva y me centré en el patrón. Sin serie, sin podcast y sin ninguna distracción, como si estuviera manejando una bomba de protones. Y así, puse punto y final al chal del 2022. Sin darme tiempo a pensarlo mucho, lo metí en remojo y lo bloqueé.

Cada día lo miro un poquito, y con el frío que hace me parece que es totalmente útil, porque es de una fibra gustosa, 100% wool, y muy calentita, pero tiene una pega. Resulta que el chal en sí, tiene todo el sentido y la estética, sin embargo, no encuentro outfit apropiado que me lo admita. Y aquí vengo a darme de frente con otra cuestión que ya observé años atrás, y a la que no le había prestado atención. Muchas veces no me paro cuando veo un patrón, ni cuando voy a elegir las lanas. Tejo o “manufacturo” sin mucha conciencia. Solo impulsada por lo que se recomienda en el propio patrón, sin tener en cuenta mi propio armario. Así me he visto con jerseys preciosos que no tengo con qué acompañar, como me pasa con este chal.

Hoy por fin, creo que le encontré sitio. Vaqueros, jersey azul liso y tenis. Me parece que me quedó bien, y además estoy abrigada.

Desde que me di cuenta de esto, ya no dejo que me arrastren los impulsos cuando voy a elegir patrón y materiales. Ahora tengo en cuenta lo que tengo dentro del armario y cómo lo voy a combinar. Ya sé que esto le quita todo el romanticismo a la historia, pero hasta para esto necesito una poquita de planificación. Orden y planificación, mis pilares de este 2023.

Mirar al cielo

Volver a caminar cada mañana además de ejercitarme, me da la oportunidad de mirar el cielo. Cada día el cielo siendo el mismo, es distinto. Como la rutina de la que vengo hablando todas estas semanas.

Desde hace unos años en mis power walks matutinos -les he cambiado el nombre porque yo no paseo, yo camino deprisa, y en inglés todo es mas cool, you know- empecé a hacerle una foto mensual al faro de la playa. Luego se me pierden las fotos, o no las localizo y mi idea se va al traste; pero mi objetivo es tener una foto mensual del faro desde la misma posición, para luego hacer un montaje de todas las fotos juntas y ver cómo cambia el faro en función del mes, durante el año. En la casa que visualizo desde hace años, ese cuadro va a estar a la entrada, en el hall, en la pared de la derecha. Ahora es el momento de decir: anda la flipada esta. Dilo, i don’t care. Estoy muy ocupada decidiendo qué planta voy a poner a la derecha de este cuadro.

La cosa es que salir a caminar y mirar el cielo, así a lo lejos, se ha convertido en una práctica diaria, y que noto que me beneficia de un día a otro. Luego vuelvo a casa, me alisto, y mis horas laborales me cunden el doble que antes, que me sentaba desde casi que me levantaba delante del ordenador.

Yo pensaba que era por el ejercicio y por respirar aire, pasar por la orilla de la mar… Pero mira tu que resulta que no. Hay ciertos estudios, probablemente del MIT, que reflejan que hacer estos ejercicios de mirar al horizonte o más allá, favorecen la concentración.

Mirar el cielo, y descubrir las nubes, el color y forma de éstas, los diferentes tonos que se dan, y todo lo que ese cielo de cada día refleja, es parte de mi meditación diaria. Me abstrae al tiempo que me da calma; y ahora que encima he encontrado base científica que valida esto que yo venía pensando, no puedo sino recomendártelo si necesitas concentración, coger aire, o simplemente deleitarte con las nubes.

Las lentejas

Si llevas por aquí un rato, sabes que los lunes comemos lentejas. Lunes y lentejas es una norma de obligado cumplimiento en mi casa.

Y cada vez que lo digo, la gente me mira con cierta estupefacción. En algunos casos he creído distinguir también cierto aburrimiento. Seguro que son los mismos que dicen que la rutina les aplasta y que odian los lunes.

Para mi eso es quedarse en la superficie.

Yo como lentejas todos los lunes, pero nunca son las mismas lentejas. Si quisiera podría ir apuntando las diferentes formas que hago las lentejas durante un año, igual me da para libro. Me lo dejo apuntado aquí porque esto puede ser una idea con futuro.

Como te cuento, cada lunes comemos lentejas, pero casi todos los lunes son distintas. Unas veces son potaje de lentejas. El básico canario. Con queso majorero y gofio. Las lentejas de mis abuelas, de mi madre, y de mi hermana Iris.

Pero no nos hemos quedado ahí. También las comemos molidas, o hechas crema. Y a esta versión le añadimos un montón de toppings que le dan toda la gracia del mundo. Otros días, las lentejas son amarillas, y quedan como estofadas. A estas les añado un montón de especias o picante, para darles un toque exótico. También hacemos mucho el básico de lentejas con arroz, y las acompañamos de plátano y aguacate. Somos muy fan también de la ensalada de lentejas, y ahí el límite está en lo que tengas en la nevera.

Como ves, comemos lentejas todos los lunes, pero nunca son las mismas lentejas. Las hago diferente con solo ponerles un poco de atención. Es lo mismo que te contaba la semana pasada de la rutina, que algo sea igual no quiere decir que sea aburrido.

Las de hoy van a ser en crema, con un toque de ralladura de limón, cilantro, queso batido y jamón serrano. Dime que si no se te apetecen.

La rutina

Ahora sí que sí. Ya está todo colocado en su sitio, y nosotras en nuestras vidas. Por lo menos yo en la mía. Yo me vuelvo loca por volver a la rutina.

Hubo un tiempo en el que esto lo oculté. A mi alrededor había mucha gente a la que le salía urticaria con solo oír la palabra rutina. Todos querían salir de la rutina, la rutina les aplastaba y era la culpable de acabar con relaciones y felicidades.

Yo también dije alguna vez eso de: la rutina es horrible. Sin sentirlo de verdad. No me culpes, era joven y lo que quería era pertenecer al rebaño.

Pero la realidad es que para mi la rutina ha sido siempre mi tabla de salvación. Me da seguridad saber qué cosas pasan cada día, a grandes rasgos. Saber que me levanto, hago mi Miracle Morning, que desayuno, salgo a andar, luego trabajo. Más tarde me encargo del almuerzo; recoger a Emma del colegio, comer, salir a las actividades, volver, ducha, cena, y cama.

Esto es mi día a día en visión general. Por el medio pasan un montón de cosas, y casi cada día todas esas actividades que se repiten día a día, son distintas.

Como te digo, a mi me gusta la rutina, y a lo que me he dedicado en profundidad estos últimos 10 años, es a conformarme una rutina que me encante. Me gusta tener el día dividido entre responsabilidades y placeres. Entre lo que tengo que hacer y lo que me encanta hacer. Ya los domingos no me pesan, porque me encantan mis lunes, tanto como los jueves o los sábados. En verdad, me gustan todos los días.

Y soy capaz de verlo tan claro porque no ha sido siempre así. También ha habido épocas en que los domingos por la tarde tenía tal bola de ansiedad en el pecho que pensaba que me infartaba en cualquier momento. También había semanas enteras que no sabía ni qué había hecho, porque iba por ellas como “pollo sin cabeza”

Ahora no lo vivo igual. Ahora tengo una rutina. Una rutina diseñada por mi. Y me encanta.