El Enfoque

El Enfoque es un periódico gratuito insular que imprime cada mes alrededor de 25mil ejemplares.

Conozco a la Directora desde hace exactamente 9 años. Hemos compartido momentos de vital trascendencia para la vida de las dos. Y año tras año, hemos apretado esos vínculos que nos unen.

Recuerdo el momento en el que me dijo: oye, ¿tu quisieras escribir una columna para el periódico? Te guardo espacio para unas 650 palabras, y que hables de lo que quieras.

Yo en aquel momento, hace ya 3 años, combustioné en auténticos fuegos artificiales por dentro, pero por fuera, hice acopio a todo mi adn escorpiano para permanecer tranquila y parecer estable y cuerda. Por supuesto le dije que sí. Y desde entonces escribo en El Enfoque, de lo que me da la real gana, cada mes.

Primero escribí sobre las Mujeres de mi vida. Después hice una breve lista de lo que incluye mi Manual de Supervivir, y este año estoy escribiendo sobre esas pequeñas cosas que tienen un impacto monumental en donde se las aplique.

Empezar a escribir en El Enfoque, fue la chispa para saltar. La primera columna fue en junio de 2020 y en noviembre de ese año, presentamos, junto con la Directora del periódico, el Manual de Adviento.

Cada vez que alguien me dice: te leí en el periódico, sigo encogiéndome un poquito por fuera, y ensanchándome por dentro. No calibré bien lo que son 25mil ejemplares y la cantidad de gente a la que puede llegar. Cuando lo pienso me da cierto vértigo. Luego caigo en que tengo este blog desde 2004, y se me pasa un poco.

Volvería a decir sí mil veces, porque escribir la columna del mes es una de las cosas que más me divierte de toda esta vaina que me he inventado de escribir.

¿Quién soy?

Hace unos días que empecé a escuchar el libro de María de Mondo: Yo ego.

Ya desde el principio, la cosa viene de frente haciéndote esa pregunta. ¿Quién eres? No qué haces, no de quién eres hija, o madre, o pareja… No. Directa la pregunta.

Y ¿tu, ¿quién eres?

Esta pregunta siempre me trae a la mente la película de Alicia, que a raíz de todo esto he vuelto a ver. Es probablemente la película que más veces he visto en mi vida, y pienso seguir haciéndolo, sin vergüenza ni perdones.

En mis presentaciones siempre digo que yo para definirme uso las etiquetas, porque a mí me van bien, aunque ahora lo que está de moda es ir quitándoselas. También tengo asumido que yo a la moda o llego antes o después, nunca a tiempo. Así que las etiquetas me las pongo o me las quito según sienta que me identifican.

Desde hace mucho tiempo, una de esas etiquetas, viene definida por el título que no he colgado. No me había dado cuenta de lo mucho que me pesa o me ayuda esta etiqueta. Detrás de ella me sentía segura, porque me parecía que era una credencial que hablaba de mí. Hace no mucho, empecé a plantearme que quizás esa etiqueta ya me sobraba, porque yo seguía siendo yo sin ella. Algo que tengo que reconocer que hace unos años me aterraba, también he que decirlo. Y por culpa de esto, tragué más mortero y obra de lo que me era recomendable. En fin.

La cosa es que aunque paseaba la etiqueta de ingeniera por la vida, nunca me he sentido ingeniera. Al menos no en el sentido de la idea que yo tenía. Supongo que tiene que ver con que en casa hay otro ingeniero, uno que va con el metro, el tester, y el casco a todas partes. Que mete las manos en las cajas generales de protección sin problema, y que se mueve entre exceles de numerosos circuitos con soltura. De esa clase de ingenieros, pues no soy. Me he ido buscando la vida, es decir, me he ingeniado la forma de aplicar las cosas que aprendí, estudiando hasta pelarme los codos, para tener ese título que no he ni enmarcado. Igual si soy ingeniera, porque ingeniarme la vida, se me ha dado bastante bien.

Hace unas semanas, en el centro comercial, un hombre se me quedó mirando. Mientras se iba acercando, me sonreía, y una despistada, pero educada, le sonreí y lo saludé. Ya cuando lo tenía al lado, me dijo: usted es la escritora.

Me quedé plantada, con la sonrisa seca. Mis neuronas parecía que de pronto no eran capaces de hacer sinapsis.

Atropelladamente, seguí riéndome diciéndole que sí. Me felicitó por el libro y siguió su camino.

Yo me quedé allí, procesando. Hay etiquetas que han dejado de representarme, y de pronto llegan otras que parece que tengo que ir asumiendo.

Vigilante

Se acabó el trabajo. Me despedí, cerré puertas, revisé todo lo que quedó dentro descansando en mi trinchera, abrí nuevas ventanas, y ahora me toca ser vigía.

Colocarme delante de lo que he trabajado y vivido, y vigilar que no se me vuelva a descomponer el trabajo, como me pasó el año pasado. Que lo entregué y cuando me lo devolvieron era de todo, menos lo que yo había hecho. Me tocó volver a arremangarme y meterme en faena para componer lo que otro había descompuesto.

De ese momento, me quedó grabada la lección: el ojo del amo, guarda el caballo. También en los trabajos intelectuales. Así que con lo que me gusta una película, me imagino como el cuervo que me encontré ayer tarde, que por supuesto me lo tomo como una señal. Quieto sobre la farola. Vigilante. Así voy a estar un mes y medio, aproximadamente.

Me tomo este tiempo con cierta tranquilidad, me refiero a que siempre es más fácil llevar la tarea de vigía que la de obrera, ahora solo tengo que estar alerta. Cuando soy la mano de obra, estoy concentrada, ofuscada, nerviosa y alterada. Por momentos caigo en la euforia y de ahí salto de la silla a marcarme un baile. La verdad es que ahora, poniéndolo junto, muy cuerda no parezco. Hay un libro en la biblioteca que se llama: Escribir es de locos, y puede que tenga bastante razón. Tendré que leerlo para confirmar lo que ya se sospecha.

Mientras, asumo que el trabajo no ha acabado, que me toca prepararme física y mentalmente para lo que viene en los próximos meses: cargar con las cajas, y los bolsos llenos de libros. Preparar la web, cerrar presentaciones, y sobre todo, pasar por el trance nervioso de sacar a la luz lo que lleva tanto tiempo en sombras. Limitado a mis zonas de seguridad. Me da nervios, ilusión, susto, miedo… Pero es que en este punto, no tendría sentido no hacerlo.

Cerrar la puerta

Ya vine avisando el lunes pasado, que ando en periodo de cierre, y no es que sea yo economista y ande cerrando el trimestre y esas cosas.

Cada año, desde que tengo uso de razón, julio es el mes de decluttering. Y no lo digo en español por hacerme la guay, sino porque no encuentro una palabra que represente exactamente a lo que quiero referirme.

Cuando era más joven, y estudiante, julio era el mes en que acababa el curso escolar, y buena parte del mes me la pasaba revisando apuntes y libretas, y poniendo a punto la caja de papel para reciclar, que utilizaría el curso próximo para estudiar y hacer borrones en sucio. También revisaba el estuche, las carpetas, los ficheros. Todo pasaba una buena inspección. Dejaba el escritorio listo para acometer el curso próximo. Hacía un borrón y cuenta nueva en toda regla.

De esos años me quedó la costumbre de hacer esa especie de auditoría. Sigo haciéndolo. En mi casa, en mi mesa, en mi empresa. Ha pasado la primera mitad del año, y este balance me ayuda a ver dónde estoy y cómo voy hacia el fin de año.

Este julio, ya te dije que me estaba despidiendo. De personas, de situaciones, incluso de algunos objetivos. Cierro la puerta a algunas cosas que ya no caben. Cierro también la puerta a algunas personas con las que ya no tengo mucho o de qué hablar. Sin mal rollo, sin ira y sin enfado. Ya no somos líneas que convergemos, nos hemos convertido en paralelas que no coinciden nunca. Cierro la puerta a esas personas que me la cerraron a mi primero, y yo me quedé en el quicio de la mía, esperando a que me la volvieran a abrir.

Y aun teniéndolo claro, y con la certeza de estar haciendo lo que tengo que hacer, no te creas que me está resultando más fácil. Tengo ratos de duda y tristeza, y solo me calma el Atlántico. No sé qué haría yo si tuviera que vivir en el continente. Yo que para todo corro hacia la orilla. Porque tengo la seguridad de que la marea a mi nunca me cierra la puerta.

Decir adiós

Este mes me estoy preparando para decir adiós. Bueno, la realidad es que llevo mascándolos bastante rato. Los adioses, digo.

Está siendo un año de muchas despedidas, que no me he permitido afrontar hasta ahora. Digamos que lo he hecho a la francesa, cerrando puertas y ventanas, y no dejándome volver a ver. No me gustan las despedidas, supongo que porque la mayoría de mi infancia está llena de ellas. Cada quince días íbamos al muelle a decirle adiós AlCapitán y al Planeta Neptuno. Siempre hubo bienvenida, pero eso no lo sabíamos hasta que llegaba de vuelta. Decir adiós y tener la consciencia de que puede ser definitivo, se hizo mucho para la Violeta de aquellos años. Tanto, que a día de hoy soy incapaz de poner el punto y aparte y anunciarlo, a casi nada.

Hay adioses que es mejor no decir, sobran las palabras. Y que nadie se asombre o se asuste, aquí no se muere nadie.

Y no he dicho adiós a la cara, porque no me gustan las despedidas. Me gustan los puntos y seguidos, aunque lo que sigue no venga más. Y fíjate que me considero una mujer determinada, y llevo a fuego la canción de Oceransky de que cuando me voy, yo no vuelvo jamás. Pero lo hago así, yéndome, sin explicarme. La explicación de voz me sobra, porque yo lo entendí todo y no tengo necesidad de repetirme.

A ver, que parece que leído así, es que voy dando portazos, y nada que ver. Yo doy avisos, una, dos, y hasta tres veces. La cuarta no la esperes, la cuarta lo que verás es las huellas de mis zapatos alejándose, a lo mejor ni eso.

Y hay adioses, que como te digo vengo preparando, porque ya desde hace tiempo les vi la fecha de caducidad. Como por ejemplo, algún que otro proyecto que tengo entre manos; o también alguna que otra ocupación que hasta ahora venía desempeñando.

Y no hay drama, ya no hay. Que tuviera que lidiar con tanta despedida, no hizo que ahora me guste, pero sí que desarrollé un sistema para transitarlas de la forma más llevadera posible para mi.

Con el tiempo entendí que las cosas tal como empiezan se acaban. Como el atardecer, y que lo único que de verdad me importa, es lo que pasa en el medio.

Vivo donde el viento da la vuelta

Mañana, los canarios celebraremos el Día de Canarias. Celebramos el aniversario de la primera sesión del Parlamento de Canarias. Y no deja de resultarme curioso.

Estamos de resaca electoral.

Espérate, que voy a intentar no meterme en un jardín, pero si me callo, me salen subtítulos, como dice el meme.

Esta tierra, no es una tierra cualquiera. Es la mía. Me acoge, me reconoce, me sustenta y me duele.

Y lo que ha pasado estos últimos cuatro años, entre pandemia, volcán, y todo lo demás, han hecho que sintamos que vivimos en un auténtico esperpento. Cosa que no es nada extraño cuando los señores y señoras que se sientan en el Parlamento se empeñan, principalmente, en seguir ordeñando una cabra que por edad y rendimiento, ha de retirarse.

Venimos diciéndolo hace rato, pero claro, nosotros no nos sentamos en el Parlamento, aunque se supone que somos nosotros los que hemos decidido (ay que chiste) quiénes sí han de hacerlo.

Una vez cogen el acta, y algunos la medalla, se olvidan de quién los puso ahí y a condición de qué. Y vuelta a lo mismo: seguir ordeñando a la pobre cabra que ya no quiere dar más leche.

Seguiré diciendo No a la saturación, a la masificación, al ruido, a la improvisación de proyectos, al despilfarro de recursos. Ya no somos cuatro gatos los que lo decimos así, abiertamente. Quiero vivir aquí, en mi casa, en esta tierra, que me reconoce cuando la miro.

Voy a seguir diciendo ustedes, guagua, balde, gaveta, sapato y grasias. Y voy a seguir saliendo de casa a saludar al vecino, que conozco hace 30 años.

Ojalá la resaca pase y me devuelva la alegría e ilusión con la que ayer dejé mi papeleta en la urna.

Traspasando mis límites

Una de las cosas que me he ido dando cuenta a medida que, yo he ido cumpliendo años, es de la cantidad de límites que me he ido poniendo. Han surgido una suerte de miedos e inseguridades, que hace unos años ni me planteaba.

Hace 17 años que tengo el coche que tengo. Me ha llevado y traído sana y salva por muchas carreteras. Y hasta hace unos años, conducir no era problema. De un tiempo acá, como canta Alejandro Fernández, no todo va tan bien. Resulta que conducir me ha empezado a dar como miedo, o angustia, o inseguridad… yo qué sé.

La cuestión es que he dejado de ir a sitios o actos porque tenía que llevar el coche yo, o porque el sitio estaba lejos. Y como el corto del perro que está acostado sobre una madera con un clavo, hasta que no te duele lo suficiente, no te levantas.

Hace un mes, me di cuenta de la cantidad de limitaciones que me había ido poniendo por el mero hecho de tener que conducir. Y fíjate que no he tenido ningún episodio traumático, accidente o evento, que haya hecho que tenga miedo. Nada que ver. Todo ha sido producto de mi privilegiado cerebro, que ha ido confeccionando una serie de películas e ideas terribles sobre viajes en carretera.

La cuestión es que ha llegado el momento de que la incomodidad del límite me haya puesto manos a la obra. Cuando fui consciente, tomé la decisión de traspasar todos estos límites. Con miedo y angustia, pero andando. Y como la gran hierbas que soy: cuando tu sabes qué quieres, el universo conspira a tu favor. Pues justo esto.

Según tomé la decisión de que esto de dejar de conducir tenía que parar, me salieron un chorro de eventos que requerían de mi movimiento por esos kilómetros para poder asistir. Todos eventos la mar de atractivos para mí.

En dos semanas he conducido más de 500km. Por carreteras conocidas, poco transitadas e incluso desconocidas. Todo ha merecido la pena, porque como te digo, los eventos a los que he asistido han sido todos pura energía para mí. Pero una de las mejores cosas de todo, al final, ha sido poder decir que he conseguido traspasar los límites que yo misma me había puesto.

Brindo por mí

El trece de marzo tiene un hueco importante en mi historia.

El trece de marzo de 2011, con 41 bultos, dos orquídeas, un bocadillo de salami, y una barriguita de 13 semanas, pusimos rumbo a casa. Después de casi dos años de montaña rusa, de cosas de las que afortunadamente ya no me acuerdo, y de otras de las que aún no he logrado olvidarme.

El trece de marzo puse fin a una vida y empecé otra. Llevo tiempo celebrándolo, unas veces en silencio, otras alzando la copa. Pero siempre celebro, ya lo sabes.

Hoy le quiero dar las gracias a aquella Violeta decidida, que cargó sola el coche. Con libros, lanas, ropa y plantas. A la misma que después de llenar el coche se hizo un bocadillo de salami, por si el viaje se le hacía pesado y le daba hambre, y a la misma que se hizo los 100km de coche hasta llegar a casa. Luego deshizo bolsos, y bajó cajas. Y se empleó en el piso en que hacía dos años que no vivía. Hizo un MariKondo antes de que llegara la furia del método de esta japonesa que hoy ha bajado los brazos.

Hoy le doy las gracias por haberse puesto al mando, por haber dejado de lado la incertidumbre, la inseguridad, y la necesidad. Pensó en sobrevivir, se volvió en la adulta funcional y responsable que nos ha proporcionado nido, refugio, alimento y seguridad.

Hoy brindo por ella, que me trajo hasta aquí. Hoy brindo por mi.

Organización nivel experta

Hace tiempo que vengo pensando en la cantidad de cosas que damos por supuesto, según los acontecimientos que nos pasen. Por ejemplo, damos por supuesto que tener un hijo, te aboga inequívocamente a andar desquiciada; o que si decides opositar, has de poner tu vida en pausa mientras te dedicas de lleno al proceso. Y en ambos casos, siento a mis pobres neuronas intentar una apoptosis.

Me viene a la mente aquello de andar en misa y repicando, y caigo en la cuenta de que es cierto. En muchas cosas, todo no se puede… o espera un segundo… todo no se puede a la vez. Esto es.

Todo no se puede a la vez.

Por partes, igual sí.

Creo que cuando me di cuenta de esto, y empecé a aplicarlo, vi luz.

Cuando empezaron a pasar aquellas primeras semanas, después de reproducirme, y me di cuenta de que muchas veces me despertaba a media noche y no sabía si era lunes o sábado, o si me tocaba cenar o desayunar, me di cuenta de que algo no estaba bien. Estaba yendo por la vida como bombero apagando fuegos. Y se me estaba escapando todo lo demás, sin mencionar los niveles de cortisol que manejaba.

Recuerdo el día en que me dije: enough (suelo hablarme en inglés, la mayoría de las veces… mira no sé, una tara más).

Tengo una maestría en organizar. Me viene de serie. Cuando estaba en el instituto y en la carrera, me profesionalicé en hacer planes de estudio, para no dejar un cabo suelto y garantizarte no solo el aprobado sino también los honores.

Con ese método, hice auditoría de mi casa, y de mi vida. Y lo que salió de aquel momento no fue un plan de estudio, fue una rutina que se convirtió en un plan de vida, y que a día de hoy tengo profesionalizada.

Cada día, tenemos que tomar demasiadas decisiones, y muchas de ellas me quitan tiempo. Un tiempo que puedo recuperar con solo haberme anticipado un poco.

Ejemplo: es lunes, he pasado toda la mañana trabajando, son las doce y media del medio día; la niña sale en apenas una hora y:

  • ¿qué comemos?: lentejas, en el congelador hay lentejas
  • Toca ballet ¿y la ropa?: en el cajón, se lava los viernes, se plancha los domingos.

Y esto es solo un mini ejemplo. Todo eso que hacía que fuera como pollo sin cabeza ha desaparecido, y con ello, la sensación de estar siempre ahogada por las tareas que hay que resolver diariamente.

Las rutinas básicas de funcionamiento de esta casa están tan establecidas, que casi van solas. Es una máquina bien engrasada que, al día, me da un montón de minutos para estar tranquila y tener el cortisol a raya, y poder pasear descubriendo rosales, por ejemplo.

A esta casa, solo le falta que se autolimpie, que se convierta en pirolítica… Eso ya sería la caña.

El día que me convertí en regalo de cumpleaños

Si me vienes leyendo por aquí desde hace rato, recordarás aquellos años en los que llegados a estos días, hacía un balance de lo que había sido el año. No creas que he dejado de hacerlo, nada que ver, lo que ahora me lo guardo para mi y mis libretas. Yo sin los balances ando un poco coja.

Desde hace unos meses, vengo dándole vueltas a la amistad. Tanto a lo que significa para mi, como a la importancia que tiene en mi vida.

He llegado a varias conclusiones. Algunas bastante dolorosas, para que te voy a mentir. La cuestión es que allá por octubre, me di cuenta de que tenía que volver a hacer una definición de lo que es la palabra amistad para mi, y con ella, cambiarle la etiqueta a ciertas personas. En algún caso, incluso asumir que lo que era ya fue, y que está todo bien. Con pena le he dicho adiós a algunas personas; con pena, pero sin ira. Todo está bien. Aunque todavía duela un poco. Sé que este corazón va a sanar, como cantaba Jorge Drexler.

Y en medio de toda esta revoltura estaba, cuando llegó la lección que me dio pie a afirmar que estaba en el buen camino.

La pareja de una gran amiga me pedía ayuda para convertirme en cómplice de una sorpresa. Dije sí antes de que terminara de contarme qué tenía pensado. Y así, me convertí en regalo de cumpleaños.

El artífice de esta idea, la subió al binter, y la trajo a la hora acordada al restaurante punto de encuentro. Y allí estaba yo, detrás de dos globos enormes. La cara de mi amiga al descubrirme allí, no la voy a olvidar nunca. Creo que ella, ese momento, tampoco.

La noche la pasamos sin parar de hablar, beber buen vino, y comer.

Y yo aún estoy dándole vueltas a lo que sí es la amistad. Es eso que te hace subirte a un binter para dar un abrazo. O coger un teléfono a las 12:00 para echarte unas risas, o para soltar unas lágrimas. La que te manda un mensaje porque vio algo que le recordó a ti; la que te pregunta por un libro, receta, o canción. A la que le mandas un meme porque es una foto de algún momento vivido juntas. A la que le das una abrazo y sientes que te recolocaste. A la que le mandas un mensaje con un simple: ¡Ay no sé!. La que te manda un whatsapp para hacerte un cumplido que sale del corazón. La que está. La que siempre está.

Tengo grandes amigas. Tengo también amigos. Muchos los tengo cerca. Otros están por allá del Atlántico. Pero todos, en realidad… están a corta distancia.