12 años

Este sábado que acaba de pasar, hemos celebrado que mi heredera tiene 12 años, y que yo llevo siendo madre casi 13.

Me apropié de esa etiqueta desde el 20 de diciembre que recogí aquel positivo. Me faltaron 3 semanas para las 40 de gestación. Aun las ando reclamando.

Ya no siento vértigo por lo deprisa que pasa el tiempo, he aprendido a aceptarlo como es, y para no andar quejándome después, trato de aprovechar y ser consciente cada hora.

La vida con ella es un viajazo, y ahora que entramos en una etapa hormonal por ambas partes digamos que, interesante, la cosa se pone mejor por momentos.

Es casi de mi tamaño, algo que no tiene demasiado mérito, porque ya sabemos que para eso no hacía falta mucho. Es fina y derecha, y cuando quiere, parece una bailarina profesional. Es cabezota, obstinada, muy artista, y tiene un sentido del humor y una chispa algo payasa, que me sacan una carcajada a cada rato. Lo del orden lo llevamos regular, y el tema de acatar normas, también.

El arte de la negociación lo maneja con mano experta, y hace unas presentaciones para exponer sus motivos que me dejan boquiabierta. Cuando algo le interesa, lo respira, lo investiga, lo vive y la habla 24h al día. Y por supuesto, no se lo queda para ella. Su motivación en esos momentos es compartirlo con todo ser viviente que tenga alrededor. Creo que hasta a Roscoe le ha contado los entresijos del rodaje, del guion y las relaciones entre los personajes de Stranger Things, que es su última obsesión.

Sigue teniendo acentazo hablando inglés, algo que me llena de orgullo y me da un poco de envidia también. Y sigue teniendo una facilidad pasmosa para memorizar diálogos enteros. Poniendo entonación y toda la mímica. Es artista, aunque también le encanta enseñar. Los niños y los bebés, la vuelven loca.

Hemos construido una relación sin dobleces, sin superficialidad, y basada en la verdad, aunque a veces ésta, no sea la que queremos oír. También tiene la madurez necesaria como para decidir cuándo es el momento de escuchar esa verdad.

Seguimos día a día, aprendiéndonos, compartiéndonos, bailando los domingos por la noche en la cocina, y peleándonos por las galletas del príncipe y el último nigiri de la bandeja.

Pasan los días, y la canción “Antes” de Jorge Drexler, sigue vigente y con mucha fuerza.

Vigilante

Se acabó el trabajo. Me despedí, cerré puertas, revisé todo lo que quedó dentro descansando en mi trinchera, abrí nuevas ventanas, y ahora me toca ser vigía.

Colocarme delante de lo que he trabajado y vivido, y vigilar que no se me vuelva a descomponer el trabajo, como me pasó el año pasado. Que lo entregué y cuando me lo devolvieron era de todo, menos lo que yo había hecho. Me tocó volver a arremangarme y meterme en faena para componer lo que otro había descompuesto.

De ese momento, me quedó grabada la lección: el ojo del amo, guarda el caballo. También en los trabajos intelectuales. Así que con lo que me gusta una película, me imagino como el cuervo que me encontré ayer tarde, que por supuesto me lo tomo como una señal. Quieto sobre la farola. Vigilante. Así voy a estar un mes y medio, aproximadamente.

Me tomo este tiempo con cierta tranquilidad, me refiero a que siempre es más fácil llevar la tarea de vigía que la de obrera, ahora solo tengo que estar alerta. Cuando soy la mano de obra, estoy concentrada, ofuscada, nerviosa y alterada. Por momentos caigo en la euforia y de ahí salto de la silla a marcarme un baile. La verdad es que ahora, poniéndolo junto, muy cuerda no parezco. Hay un libro en la biblioteca que se llama: Escribir es de locos, y puede que tenga bastante razón. Tendré que leerlo para confirmar lo que ya se sospecha.

Mientras, asumo que el trabajo no ha acabado, que me toca prepararme física y mentalmente para lo que viene en los próximos meses: cargar con las cajas, y los bolsos llenos de libros. Preparar la web, cerrar presentaciones, y sobre todo, pasar por el trance nervioso de sacar a la luz lo que lleva tanto tiempo en sombras. Limitado a mis zonas de seguridad. Me da nervios, ilusión, susto, miedo… Pero es que en este punto, no tendría sentido no hacerlo.

Nuevas ventanas

Cerrar una puerta, abrir nuevas ventanas.

Ese ha sido mi mantra la mayor parte de mi vida. Bueno, en honor a la verdad, tengo que reconocer que hubo un tiempo en el que no solo cerraba las puertas, también las ventanas, y me quedaba perfeccionando el modo mejillón. Se me dio muy bien, y gracias a él, superé un montón de trances bastante complicados. Muchos de los que me rodearon en aquella época, y lo siguen haciendo hoy, no lo entendieron. Siguen sin entenderlo.

El modo mejillón quedó en desuso desde que me reproduje.

Nunca más he conseguido estar completamente sola desde ese momento, que es el primer requisito para que este modo se implante de manera efectiva.

Así que ahora, después de cerrar puertas, lo que hago es abrir ventanas. Unas que ya estaban, otras he abierto hasta el hueco y colocado el marco.

Ventanas a nuevos paisajes, y a nuevos caminos. Nuevos contactos, nuevos espacios, nuevas personas.

Estas tres semanas de cierre, he conseguido vivirlas mejor encerrándome en un nuevo proyecto. He estado escribiendo mi nueva novela.

Creo que nunca he estado demasiado cuerda, pero después de este libro, no sé ni como sigo escribiendo. Ha sido intenso, apasionante, revulsivo y sanador. Todo al mismo tiempo. He estado comiendo, cenando, respirando y durmiendo con Sonia, Tía Enriqueta y Pedro. Los cuervos, la casa del Roque, y un par de cosas más. Pero ya está. Seguirán conmigo porque ya he entendido que no se van a ir jamás, pero ahora se quedarán quietos hasta que toque volver a sacarlos a pasear.

Las nuevas ventanas siguen dejando ver al Manual de Primavera, hasta que llegue el Manual de Verano y le acompañe. Todavía falta un poco, pero ya huelo la tinta de la imprenta.

Buscarse una trinchera

 

Este verano, sin venir a cuento, me parece, estoy teniendo muy presente a mi abuela Eulogia. No se me ha olvidado su manera de hablar, tampoco su caminar lento, ni la retahíla de frases que repetía cada vez que veíamos una película. Iba repitiendo la mayoría de las frases que decían los actores, y detrás decía: cuche cuche… sin darse cuenta de que la única que estaba hablando era ella, y que era quien nos impedía oír bien la película.

Hace más de 30 años que mi abuela no está. Y yo parece que la tengo más presente ahora que antes. Será que esos años, que yo también cargo, me están sirviendo para ver la otra cara de la vida, que antes no veía.

Vengo haciendo un trabajo fino de limpieza y despeje, como ya vengo dejando registro en los posts de este mes, y aunque hay mucho menos bulto, y más claridad. Sigo estando en terreno pantanoso. He tenido momentos de debilidad, para qué te voy a engañar, de esos en los que te miras los pies y te dices “¿Quién me mandó a mi a meterme en esto?” Ese momento es critico, porque todo tu cuerpo va a intentar convencerte de que te pares y dejes todo como estaba. Pero en el fonde de ti sabes, que eso no es una opción.

Ya no lucho conmigo, lo que hago es ponerme a salvo. Salir a coger aire, respirar y procurarme buena compañía y café, si es posible.

Mi prima, otra de las nietas de Eulogia, es siempre una buena trinchera. Con ella estoy a salvo, y tengo asegurado el refugio y la calma. Hablamos, tejemos, cafeteamos, y nos alistamos para seguir con lo que tengamos entre manos.

Buscar una trinchera que esté a mano, y que se convierta en asilo, es lo primero que hago antes de empezar con cualquier labor de cierre. Tirarse de cabeza, si. Asegurarse de que hay agua, va primero.

Cerrar la puerta

Ya vine avisando el lunes pasado, que ando en periodo de cierre, y no es que sea yo economista y ande cerrando el trimestre y esas cosas.

Cada año, desde que tengo uso de razón, julio es el mes de decluttering. Y no lo digo en español por hacerme la guay, sino porque no encuentro una palabra que represente exactamente a lo que quiero referirme.

Cuando era más joven, y estudiante, julio era el mes en que acababa el curso escolar, y buena parte del mes me la pasaba revisando apuntes y libretas, y poniendo a punto la caja de papel para reciclar, que utilizaría el curso próximo para estudiar y hacer borrones en sucio. También revisaba el estuche, las carpetas, los ficheros. Todo pasaba una buena inspección. Dejaba el escritorio listo para acometer el curso próximo. Hacía un borrón y cuenta nueva en toda regla.

De esos años me quedó la costumbre de hacer esa especie de auditoría. Sigo haciéndolo. En mi casa, en mi mesa, en mi empresa. Ha pasado la primera mitad del año, y este balance me ayuda a ver dónde estoy y cómo voy hacia el fin de año.

Este julio, ya te dije que me estaba despidiendo. De personas, de situaciones, incluso de algunos objetivos. Cierro la puerta a algunas cosas que ya no caben. Cierro también la puerta a algunas personas con las que ya no tengo mucho o de qué hablar. Sin mal rollo, sin ira y sin enfado. Ya no somos líneas que convergemos, nos hemos convertido en paralelas que no coinciden nunca. Cierro la puerta a esas personas que me la cerraron a mi primero, y yo me quedé en el quicio de la mía, esperando a que me la volvieran a abrir.

Y aun teniéndolo claro, y con la certeza de estar haciendo lo que tengo que hacer, no te creas que me está resultando más fácil. Tengo ratos de duda y tristeza, y solo me calma el Atlántico. No sé qué haría yo si tuviera que vivir en el continente. Yo que para todo corro hacia la orilla. Porque tengo la seguridad de que la marea a mi nunca me cierra la puerta.

Decir adiós

Este mes me estoy preparando para decir adiós. Bueno, la realidad es que llevo mascándolos bastante rato. Los adioses, digo.

Está siendo un año de muchas despedidas, que no me he permitido afrontar hasta ahora. Digamos que lo he hecho a la francesa, cerrando puertas y ventanas, y no dejándome volver a ver. No me gustan las despedidas, supongo que porque la mayoría de mi infancia está llena de ellas. Cada quince días íbamos al muelle a decirle adiós AlCapitán y al Planeta Neptuno. Siempre hubo bienvenida, pero eso no lo sabíamos hasta que llegaba de vuelta. Decir adiós y tener la consciencia de que puede ser definitivo, se hizo mucho para la Violeta de aquellos años. Tanto, que a día de hoy soy incapaz de poner el punto y aparte y anunciarlo, a casi nada.

Hay adioses que es mejor no decir, sobran las palabras. Y que nadie se asombre o se asuste, aquí no se muere nadie.

Y no he dicho adiós a la cara, porque no me gustan las despedidas. Me gustan los puntos y seguidos, aunque lo que sigue no venga más. Y fíjate que me considero una mujer determinada, y llevo a fuego la canción de Oceransky de que cuando me voy, yo no vuelvo jamás. Pero lo hago así, yéndome, sin explicarme. La explicación de voz me sobra, porque yo lo entendí todo y no tengo necesidad de repetirme.

A ver, que parece que leído así, es que voy dando portazos, y nada que ver. Yo doy avisos, una, dos, y hasta tres veces. La cuarta no la esperes, la cuarta lo que verás es las huellas de mis zapatos alejándose, a lo mejor ni eso.

Y hay adioses, que como te digo vengo preparando, porque ya desde hace tiempo les vi la fecha de caducidad. Como por ejemplo, algún que otro proyecto que tengo entre manos; o también alguna que otra ocupación que hasta ahora venía desempeñando.

Y no hay drama, ya no hay. Que tuviera que lidiar con tanta despedida, no hizo que ahora me guste, pero sí que desarrollé un sistema para transitarlas de la forma más llevadera posible para mi.

Con el tiempo entendí que las cosas tal como empiezan se acaban. Como el atardecer, y que lo único que de verdad me importa, es lo que pasa en el medio.

Leer, siempre leer

Llevo metida en las letras todo el mes. Me puse unos plazos que estoy intentando cumplir. Y no voy con la lengua fuera porque realmente este trabajo que estoy haciendo lo hago porque me encanta. Qué diferente es afrontar los compromisos que has adquirido por propio gusto, que cuando el compromiso es por obligación. Ya sé que no es fácil, nunca se me ocurriría afirmar esto, pero no deberíamos enredarnos en cosas que no nos encantan. La única excepción a esto es cuando lo hacemos por el amor a otros.

Ejemplo, no me encantan las series manga, las veo porque a mi hija le encanta hacerlo conmigo. Si no me estoy contentando yo, o a alguien a quien quiero mucho, elimino esa responsabilidad de mi día a día. Así de tajante. Ya sé lo que es aguantar donde no quiero estar, y al final los platos rotos son siempre los míos. No amiga, not anymore.

Bueno, me estoy desviando, la cuestión es que estoy escribiendo un montón. Y cuando dejo de hacerlo, mi tiempo libre lo divido entre tejer y leer. Siempre leer. Es imposible escribir si no lees.

Yo no he parado de leer desde que aprendí a hacerlo. Reconozco que hay etapas más lectoras que otras, pero siempre tengo unos mínimos.

Este año llevo un buen ritmo de lectura. Tengo una lista giganorme de libros que quiero leer, y no paro de apuntar más títulos, porque otros como yo hacen lo mismo: leen y escriben, escriben y leen.

Me cuesta muchísimo entender a esa gente que dice hasta con cierto orgullo que no leen. Me llega igual que si me dijeran que no hacen la cama, o que no se cepillan los dientes después de comer. Leer es un placer, que incluso puede ser gratuito porque tenemos bibliotecas… ¿por qué renunciar a esto? En los libros he encontrado aventura, escape, amor, huida, aprendizaje. Me han servido como canal para despresurizarme, para echarme una risa o emocionarme hasta la lágrima que no cae, pero emociona. Mi casa está llena de libros, y eso que ahora lee muchísimo en digital, por aquello del espacio más que nada.

Yo no sé vivir sin escribir, y probablemente sea porque tampoco sé vivir sin leer.

Nube sobre cabeza

Si ahora mismo un pintor viniera a pintarme, lo haría como esta foto. Y el cuadro se llamaría: Nube sobre cabeza en lienzo.

Así llevo todo el mes. Con una nube sobre la cabeza. Pero fíjate bien, no es un nubarrón cargado de agua. Es una nube blanquita, ligera, juguetona.

Mi nube es mi nueva ilusión y viene cargada de palabras, que es lo que me llueve cada día, desde mi cabeza.

Estoy escribiendo por encima de mis posibilidades, y hasta cuando estoy tejiendo, que es cuando estoy en silencio y quieta, tengo palabras sobrevolándome por el pelo. Y estoy feliz, porque me he reconciliado con esta forma compulsiva en las que las palabras llegan a mi, y ya no me frustro si en ese momento no puedo darle rienda suelta al boli.

A veces guardo todas esas palabras en un audio que se queda en la biblioteca de mi teléfono. Otras, respiro y las dejo volar libres. Porque también he asumido que todo no lo puedo atesorar.

No te creas, llegar hasta aquí, ha sido un camino lleno de agobios y frustraciones. Lágrimas no, porque soy de llanto difícil.

De las palabras que han ido saliendo estos meses, he podido conectar muchas. Tantas como para un libro… El Manual de Verano está ya próximo a ese momento en el que pongo el punto final. Si te digo que no se me eriza la piel y me da un saltito la barriga cada vez que lo pienso, te estoy mintiendo como una bellaca.

Falta muy poco, pero aún no es el momento de que esta nube llena de letras me abandone, mientras, soy como una gavia majorera, bebiendo palabras mientras haya chubascos.

La pajarita se echa a volar

Hace doce años, por estas fechas, tenía una barriga considerable que me imposibilitaba la libertad de movimiento. Me hacía tremenda ilusión aquella barriga, tanta que por momentos pensé que la química de mi cerebro se había alterado y yo estaba bajo los efectos de alguna sustancia. Ciertamente lo estaba. La sustancia era la cantidad hormonal propia de un embarazo de 30 semanas.

Han pasado doce años. Todavía no tengo claro cómo lo he hecho realmente, pero aquí estamos. Sanas y cuerdas las dos.

Yo ya soy una señora de las cuatro décadas, como canta Ricardo Arjona. Bueno, casi cinco, no pretendo ni siquiera ocultarlo. Y ella… ella ya no es una niñita, anymore. Tampoco es una chica. Es esa cosa intermedia, niña-chica-adolescente, que parece estar en una montaña rusa la mayor parte del tiempo. Hay días que son de subida, y todos son risas y fiestas. Otros son de bajada, y hay un pero para todo.

Pero como escribo, aquí estamos las dos. Y estamos bien. Durante todos estos años, aunque no hemos estado pegadas como dos siamesas, si que he tenido pleno control de cómo y dónde estaba. En muchos círculos me han tachado de madre superprotectora, de criar con dependencia, de no asumir que tenía la edad que tiene. Sinceramente, y como diría Diego Dreyfuss, me vale madres… Por si no estás familiarizada con la jerga mexicana, te traduzco. “Me importa un pimiento”. Nunca me ha afectado lo más mínimo lo que otros/otras han pensado u opinado de mi crianza. Ni siquiera he dado una explicación de las normas o acuerdos se implantan en casa. Antes de tomar cualquier decisión que le afecte, ahora o dentro de diez años, he meditado concienzudamente qué camino tomar. Después de valorar todos los factores, he decidido, y punto.

Y yo estoy supervisando una maleta porque es la primera vez que la pajarita abandona el nido. Ella está nerviosa e ilusionada. Se va de vieje de fin de curso, con los compañeros con los que lleva desde los tres años. Aunque está acostumbrada a viajar, visitará un sitio que no conoce y lo hará de otra mano que no es la mia. Yo estoy también nerviosa e ilusionada.

Para ella es la primera vez de sentirse “mayor” y hacer cosas de persona con cierta independencia. Para mi es el test de todos estos años. Y no me refiero al test de saber si ella lo pasará bien, y no se meterá en líos, y no dará problemas. No, el test es otro. El test es para mi, para saber si realmente yo he construido una relación con apego seguro. Hemos hecho varios simulacros y los hemos superado satisfactoriamente, espero que apruebe este test también. Confío en mis recursos y en ella, y en todo el fokin trabajo que hemos hecho estos doce años.

Vivo donde el viento da la vuelta

Mañana, los canarios celebraremos el Día de Canarias. Celebramos el aniversario de la primera sesión del Parlamento de Canarias. Y no deja de resultarme curioso.

Estamos de resaca electoral.

Espérate, que voy a intentar no meterme en un jardín, pero si me callo, me salen subtítulos, como dice el meme.

Esta tierra, no es una tierra cualquiera. Es la mía. Me acoge, me reconoce, me sustenta y me duele.

Y lo que ha pasado estos últimos cuatro años, entre pandemia, volcán, y todo lo demás, han hecho que sintamos que vivimos en un auténtico esperpento. Cosa que no es nada extraño cuando los señores y señoras que se sientan en el Parlamento se empeñan, principalmente, en seguir ordeñando una cabra que por edad y rendimiento, ha de retirarse.

Venimos diciéndolo hace rato, pero claro, nosotros no nos sentamos en el Parlamento, aunque se supone que somos nosotros los que hemos decidido (ay que chiste) quiénes sí han de hacerlo.

Una vez cogen el acta, y algunos la medalla, se olvidan de quién los puso ahí y a condición de qué. Y vuelta a lo mismo: seguir ordeñando a la pobre cabra que ya no quiere dar más leche.

Seguiré diciendo No a la saturación, a la masificación, al ruido, a la improvisación de proyectos, al despilfarro de recursos. Ya no somos cuatro gatos los que lo decimos así, abiertamente. Quiero vivir aquí, en mi casa, en esta tierra, que me reconoce cuando la miro.

Voy a seguir diciendo ustedes, guagua, balde, gaveta, sapato y grasias. Y voy a seguir saliendo de casa a saludar al vecino, que conozco hace 30 años.

Ojalá la resaca pase y me devuelva la alegría e ilusión con la que ayer dejé mi papeleta en la urna.