Un banco frente al mar

En dos días es San Valentín y como yo lo celebro todo, ya llené mi casa de corazones y las latas de galletas de naranja y chocolate. No me hace falta que llegue esta fecha para reconocer todo el amor del que vivo rodeada.

Amor de todo tipo: maternal, paternal, fraternal… grandes amig@s, hasta tengo un medio sobrino peludo que muestra lo que me quiere de una manera bastante insistente. También hay amor romántico, claro que sí.

Durante un montón de tiempo me pasé anhelando un amor. Ahora miro atrás y me doy mucha ternurita, y gracias a la terapia puedo hacerlo desde el amor a mí y no desde la pena o la frustración. Por fin entendí que como lo anhelaba, me conformaba con lo que iba llegando que, alerta spoiler, no era nada bueno.

Y yo lo único que quería era seguridad, confianza, complicidad. Sigo pensando que son los tres pilares que debe tener cualquier tipo de relación en la que te involucras, y pones atención e intención. Experimentar con otro el momento de llegar a un banco frente al mar y dejar pasar el rato. No hace falta hablar, no hace falta nada. Solo que se crea la atmósfera necesaria de total seguridad.

Tengo la gran suerte de tener de referentes, tremendas parejas, sobre todo ahora que las tengo tan cerca. Es importante estar cerca de estas personas que te pueden enseñar y mostrar que es el amor de verdad. Porque con la distancia, tiendes a perder un poco la idea, y cuando te das cuenta, estás viviendo algo que en nada se le parece a lo que te gustaría que fuera. Dicen que comparar está mal, y bueno, no le voy a decir comparar, voy a decirle: revisar. Reviso lo que vivo con lo que aspiro a vivir, y de ahí tomo acción. Ahora que tengo cerca otros espejos en los que mirarme, puedo verlo con total claridad. Y qué suerte, oye. Porque teniendo tanto espejo donde mirarme, puedo rápidamente ir al origen y revisar lo que vivo con lo que aspiro, y sobre la marcha tomar decisiones. Esas cosas que son nuestro auténtico poder y de lo último que quiero desprenderme. Ya lo he dejado dicho, en el momento en el que no pueda decidir, es el momento de irme. Esa es la consigna. Y pensar que hay personas que no deciden, que se dejan llevar por la vida, viviendo lo que otros decidieron por ellos, y teniendo vidas totalmente resignadas. Me sale urticaria solo al pensarlo.

Y eso es, decido, yo siempre decido. Incluso cuando no me muevo, estoy decidiendo no hacerlo. Y cuando quiero, lo mismo. Pero todo empieza por decidirlo.

Este año, lo que tengo decidido es que quiero poner un banco en casa, uno en el que me siente, sola o acompañada a experimentar la quietud de los momentos, y los frutos de mis decisiones.

Terreno resbaladizo

Llevo dos semanas escuchando de forma ininterrumpida a Christian Nodal, cortesía de mis vecinos. Que les agradezco que siempre tengan hielo y que me abran los horizontes musicales, que los míos están un poco como yo, anclados a un estilo.

Tanto me ha calado este mexicano, que me planteo seriamente ir al Granca Fest, sin ser yo una amante de este tipo de conciertos ni nada que se les parezca. Lo mío siempre fueron los conciertos petite comité, sentados y sin amplificación. Pero esto es otra cosa. Y me está trayendo a la mente a otro concierto que también fui, porque me gané unas entradas en un periódico. Algo que no ha vuelto a pasar, por cierto. Nada más me ha tocado.

De ese concierto recuerdo muchas cosas, sobre todo el disco que venía promocionando el cantante: Dos Mundos. Al concierto  fui con MiTrinchera, y creo que nunca se lo he agradecido lo suficiente. Me llevó, me aguantó, me obligó a cantar, y luego me sacó de allí por la puerta de atrás para evitarme el posible mal rato.

¿Ya sabes quién es? Te ayudo: mexicano también.

Alejandro Fernández.

Y cómo me acuerdo de ese disco. Creo que fue uno de los últimos cd’s que reprodujo mi aparato de música del coche. Era un disco doble, y era un rollo porque no lo podías escuchar de forma continua. A ese disco le di una tralla importante, y lo anclé a una de las mayores mazmorras de mi vida. He estado sin escucharlo doce años.

Después de escuchar a Chrstian ese disco me vino a la mente, y lo busqué en mi reproductor de música. Allí estaba la lista entera, con los dos discos juntos, sin tener la necesidad de hacer un parón entre uno y otro. Me sentí valiente, y le di al play, aun sabiendo que estaba entrando en terreno resbaladizo.

Los anclajes funcionan siempre, en un sentido y en otro. En este caso, aunque del concierto tenía un buen recuerdo, era mucho más grande todo lo que pasó antes y después, durante toda esa época. Todos los kilómetros en el coche, autopista arriba y abajo; los llantos, los tantísimos llantos. A veces he pensado que fue en esa época cuando agoté mi reserva. La tristeza infinita, y la sensación de estar en un sitio encerrada, sin puerta ni ventana. Sin salida de emergencia. Desesperanza absoluta. Días iguales, como el libro de Ana Ribera.

Desde las primeras notas de “Me haces tanto bien” vino todo de pronto, y yo volví a sentir que no tenía el suelo firme bajo mis pies y que todo estaba muy resbaladizo. Me obligué a afirmarme, y a mirarme las manos, los pies. Soy yo, pero todo es distinto. Encontré la salida, encontré la vía de emergencia, y todo eso es un recuerdo, que a golpe de las canciones de Christian Nodal, quedó muy atrás. No me olvido, porque no quiero volver a repetirlo, pero ya no tiene poder sobre mí ese recuerdo.

Ese mismo día, volví a incluir la lista de reproducción en mi sección aleatoria, y estos días me ha acompañado mientras andaba, y todo está bien. Ya no resbala este terreno, porque yo eché raíces.

Moviendo las manos

 Hace ya un poco más de un mes desde que fue el Brunch de Adviento. Ahí contagiada por el entusiasmo de las chicas y la oportunidad que me daban de ir soltando mis rollos, me animé a hablar, por primera vez en alto, de mi idea de montar un Club de señoras que mueven las manos.

Hace muchísimo tiempo que vengo con esto en la cabeza, y no es que tenga yo un afán enorme por enseñar, o que necesite ser la presidenta de un club. Nada que ver. Yo lo que quiero es tener compañía para hablar de lo que me interesa, e ir fabricando el entorno de señoras que se apasionan por la artesanía que sale de sus manos.

Todo esto se remonta al año 1996, cuando mi amiga MaryCarmen y yo nos plantamos en El Batán a aprender a hacer patchwork. Después de eso fuimos a otros cursos, a ferias, y a cuanta tienda de patch abría sus puertas en territorio nacional o extranjero.

Desde esa época, tomamos la costumbre de reunirnos los viernes por la tarde, con algo de comer, y nuestra caja de telas. Estoy super orgullosa de haber empleado mis viernes de esos años en fabricar quilts, en lugar de irme al TocaToca a beber gintonics. De verdad te lo digo.

La vida fue pasando, nosotras fuimos bregando con exámenes, trabajos y mudanzas. Y ya no juntas, pero las dos seguíamos sacando nuestra caja los viernes tarde. Ya en los 2000, encontré en Gran Canaria un grupo de tejedoras. También se reunían los viernes por la tarde a tejer. Allí que me uní y volví a aquellas tardes de entorno deseado.

Ya de vuelta en Fuerte, con hija y una reinvención profesional mediante, volví a dar clases de tejer, con la sólida idea de volver a hacer un grupo de señoras moviendo sus manos. Y tan bien que se me dio que ya no tenía un grupo sino dos. Uno de tejer y otro de patch. A día de hoy seguimos reuniéndonos a tejer. No tanto como a mí me gustaría, tirón de orejas para las cuatro a ver si nos ponemos las pilas y retomamos reuniones, y volvemos a quedar los viernes a mover las manos.

Por mi parte, empecé este mes, pero ya me cansé de estar sola los viernes, así que ya veo que uno de los propósitos de este año va a ser materializar este Club.

De entrada, empiezo con el punto de cruz ¿te animas?

Haciendo cruces

Llevo muchísimos años moviendo las manos. Era una niña cuando empecé. Supongo que tendría 7-8 años. En casa mi madre movía las manos, y en sus casas, mis abuelas también. Mis tías, mis tías abuelas… casi todas las mujeres mayores que yo, con las que tenía contacto: movían las manos. Era algo normal.

De todas esas manos salían innumerables cosas: calados, bordados, cestos de palma, mantas, jerseys, tapetes, cuadros… Mover las manos era una forma de existir. Por las mañanas se atendía la casa, los hijos, los trabajos, pero a la tarde, cada una cogía su cajita de “apatuscos” y a mover las manos.

Quiero hacer memoria, y creo que lo primero que aprendí a hacer yo, fue punto de cruz. En tela panamá o Aida, con esos cuadros bien grandes y perfectamente definidos. De vez en cuando comprábamos en casa la revista Labores del Hogar, y de allí sacaba el esquema para empezar a hacer. En esos primeros proyectos siempre usé hilo de bordar de ovillo, no de madeja. Todavía por casa debe haber alguna lata de bombones con restos de esos ovillos de bordar.

Hice muchas cositas, que aprovechamos para cojines, tapetes, y algún camino de mesa.

Ya no me queda vergüenza a esta edad, y todavía tengo un mantel de tamaño considerable a medio hacer. Fue el último trabajo que hice siguiendo un esquema de la revista que antes te hablaba. Es del siglo pasado, de los ’90. Imagínate. Lo voy a terminar, verás que lo voy a terminar.

Casi diez años después, cuando conocía a mi amiga Rosa, volví al punto de cruz. Ella me introdujo en los esquemas americanos, y en esos diseños que tanto me gustan y que nada tienen que ver con lo que yo conocía hasta ese entonces. De ahí me enamoré de los esquemas de Little House Needleworks, de los que he bordado un buen número. Bordados en lino y con hilos muy variados.

De todas las cosas que hago con las manos, el punto de cruz es la tarea que más abstrae de lo que quiera que esté pasando a mi alrededor o en mi interior. Por eso creo que es la labor perfecta para iniciarse en esto de mover las manos, porque se descubre muy rápido los beneficios que tiene. Sobre la marcha entiendes que mover las manos es una forma de meditar consciente, y que te sitúa en un estado mental de puro disfrute y gozo.

Tachar tareas

Llevo varios días moviendo la agenda nueva de un lado para otro. Siempre me pasa cuando estreno algo. Me da un placer importante empezar a apuntar citas y tareas en esa agenda nueva; poner especial esmero en la caligrafía, en el bolígrafo que uso, etc… Pero tengo que confesar que todavía miro con ojos tiernos mi agenda anterior. Que sigue por la mesa, porque de vez en cuando tengo que volver a ella a confirmar o cotejar algún dato.

Durante el mes de enero conviven las dos, y yo siento que estoy en una etapa de tránsito. No es la primera vez, y ya me conozco todos los recovecos de este traspaso de funciones.

Mi agenda nueva admite todo lo que le pongo, todavía no se queja de que cada día haga movimientos extraños hasta que todo encaja. Y es en estos momentos cuando siento que tengo que conquistarla, que tengo que enseñarle que uso marcadores fluorescentes de colores, según categoría, para tachar las tareas que están ejecutadas. Por momentos siento que protesta, y yo vuelvo a mirar de reojo a mi agenda vieja, que no se quejaba de nada porque ya sabía de mis manías y hábitos. Ese momento en el que tienes a romantizar todo y piensas que todo lo pasado fue mejor.

Pero aquí sigo, firme en mi decisión de estrenar agenda de papel, aunque tengo ya mucho en el Google calendar; porque sé que necesito llegar a la noche y regodearme en tachar tareas. Hay un placer no secreto en esto. Mirar con satisfacción todas las cosas que he hecho durante el día. Y ¡ojo! Que en esas tareas no están solamente las obligaciones o responsabilidades, también está el rato de lectura, la mascarilla semanal o el paseo al norte a una hora donde no hay coches por la carretera, y te parece que has retrocedido en el tiempo 30 años, como cuando estando en este territorio podías contar los coches. Aquella satisfacción de cruzarte con otro coche y saber quién era, y picarle las luces a modo de saludo. Extraño mucho aquella época, y siento profundo desazón al saber que mi hija o mis sobrinas ya no lo van a vivir. Por eso supongo que me concentro en tachar tareas, y en conducir pensando que sigo sola en este territorio, y que no necesito más.

Empiezo a escribir

Hoy es ocho de enero. Y desde hace tres años, esta es la fecha oficial en que comienzo a escribir. Yo, que ya me conoces un poco, soy de fliparme mucho.

No concibo la vida de otra forma. Cuando me flipo, voy con todo; cuando bajo a la mazmorra, también.

 No sé ir de puntillas, y a veces esto es un problema, porque en todo invierto demasiada energía, incluso en aquellas cosas que no requerirían tanta. Pero es así mi naturaleza, y todavía no me molesta demasiado como para cambiarlo. Tampoco molesto al resto, así que everything under control.

Hace un montón de años, leí que Isabel Allende empieza cada uno de sus libros este día. Y yo, que como te digo, tiendo a la chifladura, me he propuesto imitarla. Dice el coaching que esto es modelar. Y que uno debe escoger qué comportamientos debe modelar para conseguir sus metas. Sabes también que soy una friki de todos estos temas, y aunque hay un gran número de detractores, que pasan por aquí a decirme que lo de los propósitos es toda una trampa y que es mejor fluir, no reacciono. Sonrío, y luzco sonrisa, que casi tres ortodoncias me han costado, y lo que dejo fluir son mis ganas de responder: ¡caminen!

En algún momento debería estudiar las razones que llevan a toda esa gente a imponer su criterio sobre el de los demás. A mí me va bien con mi planificación anual, escaletada y medida pero no por ello estoy yendo a la casa de nadie a repartir agendas y calendarios, obligando a nadie a seguir mis pasos. Que cada uno haga lo que le parezca. Yo voy a seguir con mis rutinas y tareas, porque para la vida que quiero vivir, me van fenomenal.

Y aquí estoy, ocho de enero, y a estas horas ya con mis 1.700 palabras sobre el folio.

Es un poco de mentirijilla, porque desde octubre-noviembre del año pasado, llevo recopilando frases, palabras, e ideas. También canciones y fotos. Porque mis libros se escriben de todo esto. La historia que me sale es un refrito de todo lo anterior. Pero lo que se dice empezar, es hoy. Tengo un faro que seguir, porque a grandes rasgos estoy clara hacia dónde va Sonia en esta estación.

Y aquí estoy. El Manual de Otoño ya tiene sus primeras páginas.

¡Feliz 2024!

 

¡Feliz año 2024!

Espero que estés haciendo lo que más te guste, porque tengo la firme convicción de que así como pasas el primer día del año, pasas el resto.

Por eso yo hoy, me lo guardo para empezar una labor de punto nueva, para leer, y para darme un homenaje con las cosas que quiero repetir mucho durante todo el año.

Como te imaginas tengo una lista de propósitos, deseos, y objetivos para este año. Yo a todo sí. Aunque de estos últimos días del año 2023, he sacado una encomienda clara y precisa.

2024… Llévame a bailar.

 

Las galletas de corazón y las tortitas de Carnaval

Tu sabes que tengo una especie de TOC con lo de crear recuerdos y tradiciones. Cada mes en mi calendario doméstico tiene una comida o celebración típica.  Porque según yo, la manera más firme de crear una tradición, es con la comida.

He hablado un montón sobre la definición de anclaje de la PNL, y doy fe de que son algo que se queda en la cabeza. Dime si a ti no se te vienen recuerdos o vivencias, al saborear un plato, o cuando te llega el olor del mismo.

Yo no recuerdo ninguna comida hecha por mi abuela Eulogia, sin embargo, las Torrijas, y las tortitas, que es como le decía ella a las tortillas de Carnaval, me la traen a la mente en un segundo.

Yo he ido reuniendo un recetario en función de las tradiciones y celebraciones. Muchas de estas recetas son de mi madre, o de mis abuelas. Y otras muchas han sido gracias a la red, y son sabores y platos que yo he decidido hacer tradición.

En Febrero, la receta fija son las galletas de corazones, y si los Carnavales caen en este mes, pues también tocan las tortillas de Carnaval.

Creo que llevo haciendo las galletas de corazones, desde que Ainara las publicó en su blog. Son la galleta perfecta. Las hago básicamente para poder metérselas a Emma en el tuper del cole. Aprovecho también y le pongo una notita de lo mucho que la quiero, que antes le encantaba y que ahora la avergüenza. ¿En qué momento llegamos a esto? Quiero una hoja de reclamaciones al señor que guarda el reloj del tiempo.

Las tortillas de Carnaval, o tortitas como le decía mi abuela, las hago con una receta de esas de: lo que vaya pidiendo. Menos mal que he ido aprendiendo a manejar cantidades, porque antes me dejaba llevar por lo que pedía, y la cosa se desmadraba infinito… y terminaba aburrida de freir tortillas. En la red hay un montón de recetas, como esta, pero la mía va más o menos así: un huevo, un vaso de leche, un chupito de anís, ralladura de limón y naranja, un poquito de levadura en polvo y  harina mientras vas removiendo. Hasta que se hace una masa que tiene cierta consistencia. Se fríen en aceite caliente y luego se espolvorean con azúcar y canela en polvo. Con un chocolate, no te voy a decir como entran.

Mirar al cielo

Volver a caminar cada mañana además de ejercitarme, me da la oportunidad de mirar el cielo. Cada día el cielo siendo el mismo, es distinto. Como la rutina de la que vengo hablando todas estas semanas.

Desde hace unos años en mis power walks matutinos -les he cambiado el nombre porque yo no paseo, yo camino deprisa, y en inglés todo es mas cool, you know- empecé a hacerle una foto mensual al faro de la playa. Luego se me pierden las fotos, o no las localizo y mi idea se va al traste; pero mi objetivo es tener una foto mensual del faro desde la misma posición, para luego hacer un montaje de todas las fotos juntas y ver cómo cambia el faro en función del mes, durante el año. En la casa que visualizo desde hace años, ese cuadro va a estar a la entrada, en el hall, en la pared de la derecha. Ahora es el momento de decir: anda la flipada esta. Dilo, i don’t care. Estoy muy ocupada decidiendo qué planta voy a poner a la derecha de este cuadro.

La cosa es que salir a caminar y mirar el cielo, así a lo lejos, se ha convertido en una práctica diaria, y que noto que me beneficia de un día a otro. Luego vuelvo a casa, me alisto, y mis horas laborales me cunden el doble que antes, que me sentaba desde casi que me levantaba delante del ordenador.

Yo pensaba que era por el ejercicio y por respirar aire, pasar por la orilla de la mar… Pero mira tu que resulta que no. Hay ciertos estudios, probablemente del MIT, que reflejan que hacer estos ejercicios de mirar al horizonte o más allá, favorecen la concentración.

Mirar el cielo, y descubrir las nubes, el color y forma de éstas, los diferentes tonos que se dan, y todo lo que ese cielo de cada día refleja, es parte de mi meditación diaria. Me abstrae al tiempo que me da calma; y ahora que encima he encontrado base científica que valida esto que yo venía pensando, no puedo sino recomendártelo si necesitas concentración, coger aire, o simplemente deleitarte con las nubes.

Las lentejas

Si llevas por aquí un rato, sabes que los lunes comemos lentejas. Lunes y lentejas es una norma de obligado cumplimiento en mi casa.

Y cada vez que lo digo, la gente me mira con cierta estupefacción. En algunos casos he creído distinguir también cierto aburrimiento. Seguro que son los mismos que dicen que la rutina les aplasta y que odian los lunes.

Para mi eso es quedarse en la superficie.

Yo como lentejas todos los lunes, pero nunca son las mismas lentejas. Si quisiera podría ir apuntando las diferentes formas que hago las lentejas durante un año, igual me da para libro. Me lo dejo apuntado aquí porque esto puede ser una idea con futuro.

Como te cuento, cada lunes comemos lentejas, pero casi todos los lunes son distintas. Unas veces son potaje de lentejas. El básico canario. Con queso majorero y gofio. Las lentejas de mis abuelas, de mi madre, y de mi hermana Iris.

Pero no nos hemos quedado ahí. También las comemos molidas, o hechas crema. Y a esta versión le añadimos un montón de toppings que le dan toda la gracia del mundo. Otros días, las lentejas son amarillas, y quedan como estofadas. A estas les añado un montón de especias o picante, para darles un toque exótico. También hacemos mucho el básico de lentejas con arroz, y las acompañamos de plátano y aguacate. Somos muy fan también de la ensalada de lentejas, y ahí el límite está en lo que tengas en la nevera.

Como ves, comemos lentejas todos los lunes, pero nunca son las mismas lentejas. Las hago diferente con solo ponerles un poco de atención. Es lo mismo que te contaba la semana pasada de la rutina, que algo sea igual no quiere decir que sea aburrido.

Las de hoy van a ser en crema, con un toque de ralladura de limón, cilantro, queso batido y jamón serrano. Dime que si no se te apetecen.