…”Mientras le decía a la piedra lo primero que se le pasaba por la cabeza, el joven tuvo conciencia real de que en toda su vida no había hecho más que estupideces. De las seis chicas con las que había salido, al menos a cuatro cabía de calificarlas de buenas chicas (las otras dos le daba la impresión de que, objetivamente hablando, tenían un carácter un poco problemático). Por lo general lo habían tratado bien. No habían sido bellezas de esas que quitan el hipo, pero ninguna carecía de encanto. Hoshino se acostó con ellas tanto como quiso. No se quejaban si se saltaba los preliminares, que le parecían un engorro, e iba directo al grano. Los días de fiesta le preparaban la comida, le hacían regalos por su cumpleaños, le prestaban dinero antes de la paga sin pedirle a cambio garantía alguna (apenas recordaba habérselo devuelto alguna vez). Y él no se lo había agradecido jamás. Porque eso le parecía lo más natural del mundo.
Mientras salía con una chica no se acostaba con otras. Jamás había sido infiel. Al menos, en este punto, se había portado decentemente. Sin embargo, a la que ellas formulaban la mínima queja, a la que se empecinaban en convencerlo en alguna discusión, a la que se mostraban celosas, a la que le sugerían que ahorrara, a la que tenían un pequeño ataque de histeria periódico o a la que empezaban a expresarle su preocupación por el futuro, lo perdían de vista. Siempre había creído que lo esencial en una relación amorosa era que no creara complicaciones. En cuanto surgía una molestia se iba. Se buscaba otra mujer, volvía a empezar desde el principio. Hoshino siempre había creído que ése era el modo normal de proceder…”