Este fin de semana si todo hubiera sido como el año pasado, habríamos despedido las fiestas de la Vírgen del Buen Viaje, con pena y cansancio. Habríamos comido puchero, ido a ver cómo embarcaban la Vírgen, oído los fuegos artificiales, visto a San Martín de Porres mientras se acercaba al pueblo… oído la verbena desde casa, escuchado las amanecidas de los verbeneros…
Pero ya saben que este año, pues la cosa no es lo que era.
Este año no dimos ni un beso, tampoco vimos a la Vírgen embarcarse ni a San Martín venir. No hubo verbenas, ni amanecidas, ni parrandas ni jolgorios.
Comimos puchero dos veces, eso sí.
Este año no vimos a los habituales que vienen de turisteo a MiNorte. Había gente, alguna, nada que ver con otros años, aunque mucha más de la que me esperaba. Muy poca mascarilla pese a que fuese obligatoria.
Lo único que permaneció igual este año fue la playa, las puestas de sol, y el viento. El viento imbatible e incansable que de alguna forma me ayuda a encontrar la constante. Las caminatas por los riscos, la tertulia en la sobremesa, y los croasanes para desayunar. El té después de la playa, y los quintillos antes de la cena.
Tengo un deseo profundo e intenso por recuperar lo que fue, sin embargo, la cordura me induce a acostumbrarme a lo que es hoy.
De momento, estamos de vuelta. Instaladas y organizadas, con caras largas y pocas ganas de hacer cosas. Resignadas y envueltas en la incertidumbre de qué pasará con el curso. Todavía me niego a creer que no empiece el curso, sin embargo, la misma voz que me dice que me acostumbre a lo que es hoy nuestro día a día, me dice que vaya mirando el temario de cuarto de primaria, y que empiece a repasar lecciones.