Hace unos años, muchos en realidad, aunque el destrozo que se produjo fue tanto, que todavía los siento cercanos, me di la espalda.
Vivía para afuera sin prestarme ninguna atención. Llegué a no atender ni siquiera mis necesidades vitales. Ignoré mi necesidad de alimento, de sed, de sueño, de soledad. A todo lo que necesitaba le dejé de prestar atención. Toda esa energía la enfoqué en atender cualquier necesidad o antojo de lo que tenía alrededor, lo mereciera o no. Ahora y con la perspectiva del tiempo me doy cuenta de que la mayoría de las personas que tenía alrededor en aquella época merecían de todo menos mi atención.
Sin tener las necesidades cubiertas, mi capacidad de reflexión y razonamiento estaban fuertemente comprometidas, y no me permitían ver de forma objetiva lo que estaba pasándome.
Tuve que transitar por eso que le dicen “la noche más oscura” para calibrar el grado de autoabandono que me había profesado. Ahí me di cuenta de que me había dado la espalda a mi misma, y que tenía que revertir de forma inmediata aquella postura.
Me aislé, y me sometí a una soledad que creía que me quebraría, pero lo que pasó fue que pude reunir la fuerza necesaria para cambiar el patrón. En ese momento, lo que hice fue darle la espalda a todo para centrarme en mi. Darme alimento, hidratación y mucho descanso. Las palabras llenaron libretas y la nube espesa que tenía de forma permanente en mi cabeza, fue disolviéndose. Me di cuenta de lo abandonada que estaba, y que era yo la que me había puesto en aquella situación, acallando todas mis necesidades.
Desde entonces, me juré prestarme atención: los focos a mi persona, siempre, primero. Y me doy el tiempo de al menos una vez al año, darle la espalda a todo, para darme la atención a mi. Evaluarme, analizarme, y tratar de comprenderme. Calibrar qué necesito y pensar cómo proveérmelo.
Darle la espalda a todo, para darme la atención a mí.