Hace dos años que me compré estas gafas.
Me las pongo poco, porque realmente no veo bien con ellas. Hasta hace esos dos años, yo tenía miopía, una cantidad considerable, pero todo dentro del rango en el que me vengo moviendo desde que me puse gafas por primera vez, allá por finales de los ’80.
Noté, hace un tiempo que las gafas que usaba ya necesitaban renovación, porque empecé no tener una visión muy nítida.
Cuando la optometrista se puso a ponerme y quitarme cristales y a preguntar: ¿mejor o peor? me di cuenta de que no es no tuviera visión nítida, es que no veía un pimiento. Y aquí llegó el desastre. Tengo tantas dioptrías que ya no me cubren la presbicia. Hay una movida aquí que una afección compensa la otra. Hasta que es imposible compensar. Un disgusto y un inconveniente importante.
Resulta que ahora tengo lentillas para ver de lejos, a las que les tengo que añadir las gafas para ver de cerca. Y así voy tirando.
Lo malo es cuando me quito las lentillas y me pongo estas gafas negras, que por si te lo estás preguntando, pues no, no son progresivas. Así que ahora soy esa que se pone las gafas para mirar la tele y se las quita para ver el móvil.
Usar estas gafas es un sindios, y por eso en las próximas semanas les diré adiós a estos cristales y me pondré unos progresivos. Ya seré oficialmente una señora, por si había alguna duda.
Meanwhile, no puedo evitar hacer la reflexión de que cuando peor he visto en mi vida, ha sido cuando más claro lo que tenido todo. No sé si ha tenido que ver que no veo con los ojos, para dedicarme a ver con lo que no son los ojos. Que esto me ha quedado un poco trabalenguas y muy del Principito, pero ha sido así. Sin ver bien, he tenido una claridad meridiana para ver dónde tenía que quedarme y de donde tenía que irme. No me voy a quedar donde tenga que estar empujando para que nos movamos, y tampoco me voy a quedar donde no haya flores. Y esto lo he visto sin ver, y con unas gafas que no me sirven.