Cada viernes a las tres, me encamino a casa. Atrás intento dejar las facturas, los cobros, los pagos, los cambios de aceite, de placas de desgaste…
Al llegar, mamá tiene todo listo para que yo coma (no quiere ni pensar que estoy más de ocho horas sin meterme algo en el estómago). Ingiero todo lo que allí me espera: una comida equilibrada, en su justa medida de hidratos de carbono, de proteinas y mínima cantidad de grasa.
Después de un descanso de una media hora, estoy lista para disfrutar del fin de semana.
Lo primero que hago es encender una barrita de incienso, de rosas normalmente. Lo dejo quemar despacio mientras me acuerdo de todos los que necesitan un pequeño empujoncito, cierro los ojos y concentro mi energía.
De ahí me voy directa al hervidor de agua, caliento la medida del termo, un medio litro más o menos. Destapo el termo, y me acerco al calor de la cocina, siempre me ha gustado pegarme hasta sentir casi que me quemo.
Voy a mi cajita roja de metal, donde guardo la yerba. Con una cucharilla lleno el mate. Tres cuartas partes de su capacidad. Tapo la boca del mate con la mano y volteo la yerba para que se asiente bien. El agua está a punto de empezar a hervir, así que este primer mate lo preparo con este agua, caliente pero sin quemar. Lleno el mate y dejo que el agua coja más temperatura.
Me encanta ver cómo se infla la yerba, y cómo salen las primeras burbujas. Espero.
Este primer mate es amargo, de sabor fuerte. Chupo por la bombilla, y dejo que me inunde este sabor. El agua ya está a punto, lleno el termo con el agua. Vuelvo a llenar el mate, y ahora con todo listo, me voy hacia la máquina de coser.
Los sentimientos que tengo en este momento son de pura paz y sosiego. Aquí, mate en mano, pienso que ahora no necesito nada más ni a nadie.